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Francisco de Miranda: un análisis humano y médico

Imagen de Francisco de Miranda, 
expuesta en la galería
 del palacio de Versalles,
 Francia

Por Hno:. Agustin H. Payares L.
(M.:M.:P.:M.: 18°)
Especial para FENIXnews

Francisco de Miranda, primogénito de Don Sebastián de Miranda y Ravelo, inmigrante canario, llegado en su temprana mocedad a Venezuela, y Francisca Antonia Rodríguez Espinosa, caraqueña hija de caraqueños, nació el 28 de marzo de 1750, producto de un parto normal a termino, , atendido por comadronas en Caracas; cuando aun no se contaban con las vacunas para prevenir las enfermedades propias de la infancia, sin embargo fue afortunado de recibir la leche materna y por tanto todas las defensas necesarias para subsistir a la alta morbimortalidad neonatal de la época. Durante su etapa de adolescencia Estudió latín, lógica, física, metafísica y gramática en la Universidad de Caracas, alcanzando el título de bachiller en 1767. En esta época; su ciudad natal, estaba muy lejos de ser una ciudad pequeña y tranquila medio aislada del mundo. En plena era colonial, su población bullía dividida desde incontables puntos de vista, no sólo del racial, sino hasta por la procedencia. Así entre los blancos los había peninsulares, los blancos criollos y los blancos "de orilla" como solían describirles.

Los peninsulares eran los nativos de la península Ibérica, orgullosos y vanidosos puesto se creían blancos puros, por el simple hecho de haber nacido en España, Los blancos criollos quienes eran los hijos de los peninsulares nacidos en nuestra América, que aunque el régimen colonial no les permitía acceder a grandes cargos políticos (puesto que estos se reservaban para los peninsulares), eran ricos, habida cuenta que habían heredado de sus padres el fruto de la explotación inmisericorde de la riqueza de América, (…y aquí entre nosotros: de la explotación agrícola, sometiendo a los indígenas y a los negros, los cuales; trabajaron como esclavos en el cultivo del cacao, café, maíz, tabaco y otros productos), y como era de esperarse, tampoco los criollos eran afectos al trabajo, pues las herencias de sus padres les libraban de tal necesidad, es más; consideraban a la riqueza proveniente del trabajo como algo indigno y bochornoso, algo que necesitaban aquellos que no tenían linaje. Y Los blancos "de orilla", quienes eran los canarios provenientes del archipiélago de Las Canarias frente a las costas de África, eran tratados como gentes de segunda categoría por el hecho de haber llegado después de la dominación de nuestro país, carecían de los "títulos nobiliarios" por lo tanto, no tenían nada qué heredar, razón por la cual debían trabajar, lo cual permitió a muchos de ellos enriquecerse.

Precisamente ese fue el caso de Don Sebastián de Miranda y Ravelo, quien era un acaudalado comerciante, que por sus "servicios al Rey" había recibido el título de Capitán de Milicias, más por agradecimiento que por honor militar,…¡pero una distinción al fin y al cabo! Esa riqueza le permitió a su hijo caraqueño del disfrute de sus viajes sin preocupaciones económicas, al menos en las primeras etapas de su estancia en Europa.

El hecho de ser "blancos de orilla" no le permitió a la familia Miranda abrigar esperanzas sobre el futuro de Francisco en Venezuela, esta situación de estigmatización provocó una neurosis de ansiedad o de angustia en el núcleo familiar que pese al malestar que los síntomas pudieron provocar, conservaron un grado de equilibrio y cohesión interna lo suficientemente adecuado para desenvolverse eficientemente en sus relaciones interpersonales. Así, en 1771, Francisco partió para España donde le esperaba un intermediario, cliente del viejo Don Sebastián, quien se ocupó de todos los gastos de su estadía en España y durante todo ese tiempo se dedicó a cultivarse, a aprender francés y matemáticas y a recorrer palacios y museos.

Duró más de un año en este proceso de asimilación de la "madre patria", y en noviembre de 1772 hizo su primera solicitud de ingreso al ejército español, con el título de Coronel y además, con un titulo adquirido: Conde de Miranda (…por lo menos pagó el precio…). En esa misma época cambia su nombre de Sebastián Francisco por el de Francisco a secas, por su parte, Don Sebastián, desde Caracas, contrata los servicios de un Cronista de la Corte, quien hizo aparecer a la familia Miranda como descendientes de magníficos guerreros europeos a los cuales debía mucho España. Este impresionante documento, obra de la fantasía del cronista, más ocho mil pesos de honorarios, obraron el efecto esperado y Francisco obtuvo su adhesión al ejército español como capitán de un batallón del Regimiento de Infantería de la Princesa (7 de diciembre de 1772). Sin embargo el inquieto Capitán Miranda no estaba contento con su pequeño cargo y aprovechó el reclutamiento de oficiales para servir en Melilla que era una fortaleza española ubicada entre Oran y Ceuta (hoy: Argelia y Marruecos), en el norte de África. La fortaleza fue cercada por los árabes entre el 9 de diciembre de 1774 y el 16 de marzo de 1775, y pese a que vio dura acción al punto de que su mosquete resultó perforado por tres balas enemigas y salva milagrosamente su vida, sus superiores no consideraron su desempeño digno de mérito especial alguno, y esto lo incomodó.

Durante su periplo por Europa estuvo muchas veces en peligro de muerte y en dos oportunidades condenado a muerte en el degolladero, uno en 1793 acusado de traición por Durmorietz, y el otro peligro de ser guillotinado fue: durante la época del terror en Francia en 1795, resultando finalmente airoso de todas las acusaciones que se le hicieran. 

Valga decir que Francisco de Miranda estuvo a merced de contraer las enfermedades que aquejaban a los países del norte de Europa, Los países escandinavos y Alemania, tal como el Escorbuto que además cobro 40.000 vidas en Italia. El Tifus y la Tifoidea que alcanzo su mayor propagación durante la guerra en Francia, la viruela que asoló a Europa oriental produciendo solo en Inglaterra 1500 defunciones y la mas devastadora de todas: La peste Bubónica que en el siglo XVI acabo con mas de la mitad de la población de LYONS. En este siglo la farmacopea recomendaba el uso de: gusanos y víboras secas, pulmones de zorra y aceite de hormiga y lobo; una generación después la materia medica se amplio incluyendo: cochinilla, vino de antimonio, moho procedente del cráneo de una victima de muerte violenta y la tercera edición recomendaba también: la cinchona, la benzoina, el digital, la ipecacuana y la impresionante aquavitae hibernorium sive usquebaugh, en otras palabras: el Whisky Irlandés, o el agua de vida, como la llamaban los monjes anglicanos e irlandeses. 

La imponencia de su elegante, acicalada y espigada figura: normotrófica y armónica, siempre elegantemente ataviado de uniforme, su sabiduría, el dominio del arte de la música, su relación con las mujeres más bellas y poderosas de la época, sus títulos, obraron hacia sus detractores, envidia, odio y rencor,… aún incluso entre sus coterráneos, cuando retorna a Venezuela para la firma del Acta de Independencia.

El clero criollo apenas lo soporta porque le endilgan el calificativo de masón (…el aro girondino, que aún conservaba como recuerdo de una de sus mayores glorias militares, es mal interpretado como símbolo masónico…) o el de libre pensador y ateo. Los “grandes cacaos” le envidian descaradamente: Roscio, por ejemplo, le miraba con sospecha, desagrado, odio y acaso, envidia, Cortés de Madariaga, Francisco Antonio (Coto) Paúl y otras figuras de más luces dentro de la Sociedad Patriótica tratan de entender al general pero lo miran con desconfianza. Pero, lo que mas molesta por sobre todo es; su acento marcadamente francés, pues ya para esa época el héroe, a fuerza de hablar cotidianamente ese idioma y en inglés, piensa en ellos para luego "traducir" al castellano. En una palabra: ¡se le considera un extranjero entrometido!, sin embargo; el pretendido extranjero hace traer del exterior su mayor tesoro: sus baúles cargados de correspondencia, mapas, proyecto de País, constituciones y leyes y hasta un método para perfeccionar la siembra del cacao.

De Francisco de Miranda se dice que admiraba a las mujeres y que en su trato con ellas se destacaba su don de gente, el respeto, y los buenos modales. En fin, las mujeres nunca faltaron en su vida, y la presencia de Francisco llegó a ser disputada en los grandes salones de fiestas, las tertulias y en las cortes europeas, donde el hablaba de su América exótica, avivando los espíritus femeninos hablándoles de guerras de liberación. De esta forma conquistaba estos bellos corazones. En su diario describió aventuras amorosas, galanteos y adulterios que dejaron huella en su corazón de viajero, entre estas vivencias se destacó; la relación que mantuvo durante su visita a Rusia con la reina Catalina de Rusia, quien para el momento de conocerlo contaba con 54 años, y caso curioso describió el amarillo de su cabello como del oro símbolo de la riqueza de la América, el azul profundo de sus ojos como los mares que rodean a su país y el rojo nácar de sus labios como la de la sangre bravía libertaria americana. En la larga velada de su agonía permaneció también otra mujer junto al moribundo; una monja enfermera que le habría de cerrar los ojos. Paso por su mente, que en todas las ocasiones a partir de su nacimiento y en las formas muy diversas, las mujeres nunca faltaron en su vida: Las colombianas melosas, las trigueñas venezolanas estilizadas y seguras de si, las españolas finas y delicadas, las norteamericanas ingenuas, las portuguesas hogareñas, las complicadas «ladies» londinenses, las rusas caprichosas, las escandinavas de fuego, las apacibles holandesas, las inquietas italianas y las refinadas francesas. En sus papeles de viajes estaban los billetes de amor, las aventuras nocturnas, los adulterios galantes, las artificiosas «liaisons» con alguna meretriz al eco de una tertulia chisporroteante en los salones de la sociedad parisina, sazonada con el vino, y una que otra uretritis o enfermedad leve de transmisión sexual, y hasta la real pediculosis púbica. No obstante en estos extremos de hombre promiscuo pudieron haber quedado, entre todas, dos mujeres muy distintas. Aquella maravillosa marquesa Delfina de Custine, toda gracia y refinamiento, toda espíritu y voluptuosidad, flor increíble de la decadencia del Antiguo Régimen y de la infame guillotina, que lo amó con la más completa profundidad de carne y espíritu, sin que pudieran ambos llegar a olvidarse nunca. Y la otra: la segura, la confiable doméstica, la señora de la casa, la del reposo, la de los libros y del sosiego; aquella Sarah Andrews, quien estuvo a su lado en los años culminantes de su trágica aventura, y que le dio dos hijos que iluminaron sus años finales con alegres promesas: Leandro y Francisco, aquella mujer que guardó con imperturbable fidelidad: su casa, sus libros y su memoria y a la que él llama, con cierto pudoroso remordimiento, en su ultima voluntad: «Mi fiel ama de llaves». Sin duda alguna, el ama de las llaves de su paz y de su intimidad. Pero en aquella hora todas estaban lejos o habían partido a ese viaje sin retorno al cual todos emprenderemos. Y finalmente: las finas y temblorosas manos de la anónima, virginal, y tímida monja fueron en aquellas últimas horas, las dulces y tiernas manos de todas las mujeres que pasaron por su vida. A los sesenta y cinco años estaba enfermo y envejecido, pero hasta el último momento lleno de vigor y de esperanzas. Era el peligroso reo de estado: Miranda, preso, aquejado de una angurria prostática y un escorbuto infame, olvidado del mundo, con ideas conflictivas, sometido a un constante estrés psicológico, víctima del más falaz de los engaños, lejos de todo lo que le pertenecía pero siempre soñando y esperando la trágica hora sin regreso, pero antes: en darse a la fuga y regresar a su país , en retornar al combate y darse a la tarea creadora de su América, a la creación del Nuevo mundo americano, su preciada Colombeia.

Por su mente paso todo, como si fuera una trama cinematográfica: las traiciones producto de los tristemente celebres “Bochinches”, las prisiones, los grillos, el amargo esperar, el trajinar de la prisión de San Carlos en La Guaira, hasta el fuerte de San Felipe en Puerto Cabello donde estaría encadenado por varios meses, y que pese a estas humillaciones no se doblegó, luego a la fortaleza del Morro en Puerto Rico y por último, en noviembre de 1814 a las Cuatro Torres del Arsenal de La Carraca. Cuatro años de larga e insufrible agonía que llegan a su fin en aquella hora de la alta madrugada del 14 de julio de 1816. Para ese entonces portador de un escorbuto, hiperplasia protática, desnutrición, anemia carencial, y parasitosis intestinal asociado a ateroesclerosis cerebral e hipertensión arterial severa, que ocasionó la ruptura de una arteria en el interior de su cerebro provocando una hemorragia cerebral con la subsiguiente parálisis del medio lado del cuerpo, dificultad para respirar y cierta dificultad para articular las palabras, en esa ocasión el Padre dominico Alversanchez y la religiosa anónima por el machismo sacerdotal le ofrecieron los auxilios de la religión católica: óleo y crisma y Francisco de Miranda agonizante les dirigió la mirada con infinita bondad y convicción murmurándole: “CAPELLAN, DEJEME USTED MORIR EN PAZ”, el reo de Estado, Francisco de Miranda, agonizante en una sala del hospital de la prisión de La Carraca, en Cádiz, permanece con los ojos abiertos en busca de aire y sosiego, su mirada serena como escrutando a mas allá de los limites de la prisión, su boca entreabierta y jadeante, sus cabellos desordenados, su blanca piel se torna marmórea, fría y sudorosa, su pulso es rápido, filiforme, irregularmente regular, su respiración es estertorosa, sibilante y rápida seguida con periodos de apnea que se confunden con el resonar lejano del mar, acompañándose del chillido de las gaviotas hambrientas, como si el universo también agonizara entristecido. Lo alumbra un cirio trémulo y lo acompañan silenciosos y conmovidos: la monja de nombre anónimo, el prisionero peruano Manuel Sauri y su fidelísimo criado Pedro José Morán, allí muere a la una y cinco minutos de la madrugada, y apenas muerto y aun tibio, lo llevaron con colchón y pertenencias a una fosa sin nombre y quemaron todo cuanto pudo quedar de él. Pero nada terminó allí. Se engañaban sus detractores y carceleros. Se les había escapado, el peligroso reo de Estado. El sol naciente iba a resplandecer más allá de las ásperas paredes de la prisión al vasto Atlántico hasta alcanzar los llanos, ríos y montañas del Nuevo Mundo, de su Colombeia ideal, donde ondeaba su bandera, donde veinte naciones le mirarían con veneración como el iniciador y precursor de su libertad 

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