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7 de Enero: 58º aniversario de la muerte del Hno. René Guénon

Este 7 de enero se cumplió 58 años desde que Guénon partió al "Oriente Eterno". Y como homenaje FENIX presenta este artículo sobre Guénon escrito por Martin Lings, que fue íntimo amigo de él.

René Guénon*

* Martin Lings

Si consideramos los primeros años de la vida de René Guénon, nuestro conocimiento corre el riesgo de ser muy limitado debido a la extremada discreción que le era habitual. Su objetividad —uno de los rasgos que más lo caracterizaba— lo hizo percatarse de los demonios del subjetivismo y del individualismo en el mundo moderno, y lo llevó quizá demasiado lejos en la dirección opuesta: lo condujo a no hablar bajo ningún concepto sobre sí mismo. Desde su muerte, se han escrito muchos libros sobre él y los autores respectivos suelen sentirse muy frustrados ante su propia incapacidad para discernir otros hechos; así, libro tras libro, continúan reproduciendo los mismos errores fácticos


Lo que sabemos es que René Guénon nació en Blois, Francia, en 1886, que era hijo de un arquitecto, que había crecido en un medio tradicional católico y que en la escuela había mostrado predilección por la filosofía y las matemáticas. Pero hacia los 21 años se instaló en París, donde el mundo del ocultismo se hallaba en plena ebullición; corrían los años 1906-1908. Tal vez pudo contrarrestar los peligros de ese mundo con su apertura hacia horizontes más amplios. Es en ese tiempo cuando entró en contacto —estando en París— con algunos hindúes de la escuela Vedanta Advaita, uno de los cuales lo inició en su misma línea shivaíta de espiritualidad; no contamos con más detalles del tiempo o del lugar, pero Guénon nunca volvió a referirse a ellos. Aparentemente, los hindúes no establecieron con él ningún otro contacto después de uno o dos años, pero lo que aprendió de sus libros y sus encuentros fue claramente providencial; la impronta que dejó esa relación debió haber sido muy intensa a juzgar por su perdurabilidad. Esas enseñanzas eran justo lo más apropiado y lo que se requería como antídoto para confrontar la crisis del mundo moderno. 

Cuando frisaba los treinta años, su prodigiosa inteligencia le permitió ver diáfanamente qué iba mal en el Occidente moderno, y su misma inteligencia le ayudó a sustraerse a ello. Recuerdo muy bien el mundo en el que —y por el cual— Guénon escribió sus primeros libros en la década que siguió a la Primera Guerra Mundial, un mundo monstruoso que se había vuelto inaccesible debido a la euforia: algunos suponían que la Primera Guerra Mundial era la guerra que acabaría con todas las guerras. A partir de entonces —se pensaba— no habría otro conflicto, mientras que la ciencia ya había postulado que el hombre descendía del simio, esto es, que había evolucionado desde su estadio primitivo y que dicho progreso continuaría sin que nada lo pudiese impedir; todo sería cada vez mejor, mejor y mejor. Por ese entonces yo estudiaba en la escuela y recuerdo haber aprendido todas estas cosas en lecciones de tan sólo una hora a la semana, mientras que se me enseñaba lo contrario en las clases de religión. La religión había sido arrinconada hacía mucho en el mundo moderno, y desde su propio rincón protestaba contra la euforia, pero sin lograr nada. 

Hoy en día la situación es considerablemente peor y considerablemente mejor. Es peor, por un lado, porque los seres humanos han degenerado aún más; hoy vemos más malas caras de las que se veían en los años veinte —si se puede decir eso, o al menos ésa es mi impresión—. Y es mejor, por el otro, porque ya no persiste tal euforia. El edificio del mundo moderno está en ruinas; grandes grietas aparecen por todos lados y por ellas se trasmina todo como nunca antes; esta situación se torna todavía peor porque la Iglesia , ansiosa por no rezagarse en estos tiempos, se ha vuelto cómplice de la modernidad. 

Pero volviendo al mundo de los años veinte, recuerdo haber escuchado a un político proclamar —como lo haría cualquier político hoy— que nos encontrábamos "en la gloriosa aurora del mundo". Por ese tiempo, Guénon escribía acerca de ese mundo maravilloso que era "como si un organismo con la cabeza cercenada fuera a vivir una vida, a la vez intensa y desordenada" (tomado de Oriente y Occidente, y publicado por primera vez en 1924). 

En apariencia, Guénon no tuvo más relación con los hindúes quienes, a no dudarlo, regresaron a India. Por ese entonces él también había sido iniciado dentro de una orden sufí que se convertiría en su hogar espiritual para el resto de su vida. Entre las inconsistencias que veía a su alrededor y que le preocupaban mucho se encontraba el generalizado prejuicio antirreligioso, que era sobre todo beligerante entre la así denominada intelligentsia. Estaba seguro que algunos de ellos eran, no obstante, virtualmente perspicaces y serían capaces de responder a la verdad si ésta se exponía de manera clara ante ellos. Dicho prejuicio antirreligioso surgía porque los representantes de la religión veían mermada su capacidad de intelección y se centraban más y más en consideraciones de orden sentimental. Esto ocurría, en particular, en el seno de la Iglesia católica, cuya diferencia entre la comunidad de clérigos y laicos era muy enfática, y donde la figura de un laico como Guénon los inducía a confiar de nuevo en la Iglesia , aunque no fuera su preocupación pensar sobre problemas espirituales tan peculiares. Un seglar inteligente respondía así a las interrogantes de los sacerdotes que no eran capaces de aclarar muchas de sus inquietudes y que se refugiaban en la idea de que la inteligencia y el orgullo estaban estrechamente relacionados. De esta manera, no resulta difícil entender cómo este arraigado prejuicio antirreligioso llegó a prender, en especial en Francia. 

Guénon planteó la cuestión: ¿las personas que habían rechazado el cristianismo serían capaces de aceptar la verdad si se expresaba en términos del sufismo islámico, que está relacionado estrechamente en numerosos aspectos con la cristiandad? Pensó que no sería así y que muchos dirían que se trataba sólo de un cambio de religión, y tal vez creerían que ya "era demasiada religión". Sin embargo, el hinduismo, las más antigua religión viviente, difiere externamente tanto del cristianismo como del islamismo, y así Guénon ideó confrontar al mundo occidental con la verdad de las bases del hinduismo. Con esa finalidad escribió su Introducción al estudio de las doctrinas hindúes. La versión francesa se publicó en 1921, texto que fue seguido por el que quizá sea el más importante de sus libros, El hombre y su devenir según el Vedanta. No podría haber escogido un mejor medio para transmitir una verdad al Occidente, pues el hinduismo posee una directriz revelada al hombre en un tiempo inmemorial, cuando no había necesidad de establecer una distinción entre esoterismo y exoterismo, y esa directriz entrañaba que la verdad no podía permanecer velada. Ya desde la antigüedad clásica, los misterios —esto es, el esoterismo— estaban destinados para unos cuantos. En el hinduismo, sin embargo, se tenía la norma de que las verdades más elevadas debían ser difundidas directamente. No existía la prescripción de "no arrojéis perlas a los cerdos" o "no deis lo sagrado a los perros". Las religiones hermanas del hinduismo —las religiones de Grecia y Roma, por ejemplo— se extinguieron hace mucho. Pero gracias al sistema de castas de los brahamanes, auténticos guardianes de la religión, tenemos hoy en día un hinduismo aún vivo y que hacia el final del siglo XX sigue cosechando flores de santidad. 

Uno de los aspectos que debe mencionarse primero es la distinción que se efectúa a nivel divino y que se realiza en todos los esoterismos —que, por otro lado, no puede formularse esotéricamente en las religiones de masas de la actualidad—, esto es, la distinción entre lo Absoluto y los principios de relatividad. Lo Absoluto, que es Uno, Infinito, Eterno, Inmutable, Indeterminado, Incondicionado, se expresa en el hinduismo con el monosílabo sagrado Aum, y se representa con el término Atmâ, que significa Yo, y Brahma, que es una palabra neutra que sirve para enfatizar lo que está más allá de las dualidades, como son lo masculino y lo femenino. También se le llama Tat (Ello), igual que en el sufismo, donde lo Absoluto se denomina a veces Huwa (Él). Allí tenemos lo que en algunas religiones corresponde al Dios personal, Ishvara, que es ya el principio de toda relatividad pues concierne a la manifestación y es el término que los hindúes utilizan para la creación, y la creación es claramente el principio de la dualidad —el Creador y lo creado. Ishvara se encuentra al nivel de lo divino, aunque también es el principio de lo relativo. 

En cualquier esoterismo encontramos la misma doctrina. El Maestro Eckhart tuvo dificultades con la Iglesia porque insistió en establecer la distinción entre Dios y la Cabeza de Dios —Gott und Gottheit. Utilizaba el segundo término para referirse a lo Absoluto, esto es, a lo Absoluto Absoluto, y usaba el término Dios para el Absoluto relativo, y aunque lo pudo haber dicho de otra manera, esto era justamente lo que necesitaba para establecer alguna diferencia. En el sufismo se habla de la Esencia Divina y de los Nombres Esenciales de Dios tales como El Único, La Verdad , El Todo-Santo, La Vida y el Bien Infinito al-Rahmân, que comporta las raíces de toda bondad y que es también el nombre de la Esencia Divina. Debajo de ellos aparecen los Nombres de las Cualidades, como el Creador, el Misericordioso —en el sentido de se tiene misericordia de los demás— y que indica claramente el principio de la dualidad. En cualquier esoterismo esta distinción se hace a nivel de la Divinidad. No puede existir bajo el esoterismo porque sugeriría la idea de dos dioses, una escisión de la Divinidad que, en manos de una masa de creyentes, sería algo extremadamente peligroso. La Unidad Divina debe prevalecer a cualquier costo. 

Ahora bien, en este libro Guénon delinea con claridad la jerarquía del universo desde lo Absoluto, desde el Dios personal, hasta el logos creado, que es buddhi, palabra que significa intelecto y que posee tres aspectos —Brahmâ (bajo esta acepción el vocablo es masculino), Vishnú y Shiva. Hablando de manera estricta de la jerarquía del universo, estos devas (lo que lingüísticamente equivale a la palabra latina deus), tienen el rango de los arcángeles. El hinduismo es, no obstante, tan sutil, que aunque son seres creados no pueden ser invocados como Nombres de lo Absoluto porque descienden de lo Absoluto y vuelven a él. Sólo pueden ser invocados en sentido de Absoluto como Brahmâ, en sentido de Atmâ y en sentido de Aum. 

En la doctrina hindú, como en el Génesis, se habla de dos aguas. El Corán habla de dos mares: las aguas superiores y las inferiores. Las superiores representan los aspectos elevados del mundo creado —esto es, el mundo manifestado— y corresponden a los diferentes cielos donde se ubican los distintos paraísos; todo es parte del mundo inmediato desde el punto de vista de este mundo. Las aguas bajas representan el mundo del cuerpo y el alma, donde todo es manifestación de lo Absoluto. 

En El hombre y su devenir según el Vedanta, Guénon, después de explicar la manifestación del hombre y de demostrar cuál es su naturaleza en todos sus detalles, procede a enseñarnos cómo, de acuerdo con la doctrina hindú, el hombre puede retornar a su fuente absoluta. Acaba con la suprema posibilidad espiritual de unidad con lo Absoluto, una unidad que siempre está latente. Un pequeño brahamín de ocho años de edad es iniciado por su padre cuando éste le susurra al oído "Thou art That", donde thou art significa lo Absoluto, tat vam asi. Esto demuestra cuán lejos estamos de la religión tal y como la concebimos en el mundo moderno. Pero esa verdad, que en el sufismo se denomina al-sirr —el secreto—, necesariamente se encuentra en cualquier doctrina esotérica de la actualidad, pues de otra forma no se llamaría esoterismo. 

Una faceta del hinduismo que sirvió como vehículo idóneo para el mensaje de Guénon es la amplitud de su estructura. En las religiones más recientes parece como si la Providencia hubiera pastoreado a la humanidad dentro de un valle cada vez más angosto: la apertura es la misma que hacia el cielo, pero el plano horizontal se estrecha paulatinamente debido a que el hombre sólo es capaz de apreciar una parte. La doctrina hindú del samsâra —es decir, la interminable cadena de innumerables mundos que se han manifestado y que constituyen el universo— nos llevaría a toda suerte de distracciones. Sin embargo, cuando hablamos de un Absoluto, de la Divinidad Eterna , de que esa Infinitud produce sólo un único mundo que se manifiesta a sí mismo, eso no colma a la inteligencia. La doctrina del samsâra, por otro lado, sí la satisface, pero los mundos son tan numerosos que se han debido manifestar. 

Otro punto a este respecto es que el hinduismo posee una sorprendente versatilidad. Primero, todo depende de la Revelación Divina. Los vedas y Los upanishads fueron revelados; el Bhagavad Gita generalmente se considera que ha sido revelado, no así el Mahâbhârata en su conjunto, que es un canto épico "inspirado" que pertenece al Gita. En el hinduismo, esta distinción entre revelación, sruti, e inspiración, smriti, es tan clara como en el judaísmo y en el islamismo; el Pentateuco —los primeros cinco libros del Antiguo Testamento— fue revelado a Moisés, los Salmos a David, el Corán a Mahoma. Es algo que los cristianos no necesariamente captan, pues suelen tener dificultad para darse cuenta —en el Antiguo Testamento, por ejemplo— de la diferencia entre el Pentateuco, el Libro de los Reyes y las crónicas que constituyen simple historia sagrada, inspiradas sin duda alguna pero de ninguna manera reveladas. Para los cristianos la revelación es Jesucristo, el "Mundo hecho Carne"; la concepción del "Mundo hecho Libro", inherente a la revelación, escapa en cierto sentido a la perspectiva que les es propia. 

El hinduismo tiene también los avatâras, y esto un cristiano puede entenderlo muy bien; o sea, las manifestaciones, los "descendimientos" de la Divinidad. Por supuesto que un cristiano no reconocería el descendimiento de los avatâras hindúes, porque para el cristiano promedio sólo hubo un descenso y ése es el del propio Cristo. Pero el hinduismo los reconoce como una posibilidad inacabable y nombra diez avatâras que han ayudado a mantener la vitalidad de la religión hasta nuestros días. El noveno avatâra —que es llamado el avatâra extranjero— es el propio Buda porque, no obstante que apareció en India, no lo hizo para los hindúes sino evidentemente para el mundo oriental. La amplitud del hinduismo puede verse también en el reconocimiento de estas Tres Vías como prefiguración del exoterismo. Estas siempre son vías de retorno a Dios, los tres margas —la vía del conocimiento, la vía del amor y la vía de la acción—, tres caminos que corresponden a las inclinaciones y afinidades de los diferentes seres humanos. 

Otro aspecto que hace del hinduismo un vehículo apropiado de transmisión para los europeos es que ellos, como descendientes de los pueblos arios, tienen afinidad con el hinduismo debido a que sus raíces están en las religiones de la antigüedad clásica, que son religiones hermanas del hinduismo; su estructura es igual a la estructura del hinduismo. Desde luego que degeneraron hasta una decadencia completa y hoy han desaparecido. Pero nuestra herencia está allí y podríamos decir que Guénon nos confiere la posibilidad de un renacimiento misterioso, en un sentido puramente positivo, gracias a la transmisión de la verdad en términos hindúes. Esta afinidad, sin embargo, no debe ser exagerada, y Guénon nunca aconsejó a nadie que no fuera hindú —hasta donde sé— que se convirtiera al hinduismo. 

Su mensaje fue siempre de estricta ortodoxia dentro del esoterismo correspondiente y, al mismo tiempo, otorgó un reconocimiento similar a todas las demás ortodoxias, pero no lo hacía con un propósito académico. Su lema era vincit omnia veritas, " la Verdad conquista todo", pero implícitamente su consigna era "busca y encontrarás, toca la puerta y se te abrirá". En sus escritos se sobreentiende la certeza de que de manera providencial llegarán aquellos que estén calificados para recibir su mensaje y ello los impulsará a buscarlo y, por lo tanto, a encontrarlo. 

Guénon estaba consciente de tener que ejercer una misión y distinguía con claridad qué le era propio y qué no. Supo que su función no era tener discípulos; nunca los tuvo. Su misión era enseñar la preparación de una vía que las personas encontrarían por sí mismas, y esa preparación consistía en llenar los vacíos que dejaba la educación convencional moderna. El primer vacío es la falla en el entendimiento del significado de lo trascendente y, en consecuencia, en el significado de la palabra intelecto —un vocablo que seguimos utilizando y que, en su acepción tradicional, corresponde al sánscrito buddhi—, que sencillamente hemos olvidado en el mundo occidental. Guénon insistió en sus escritos en darle a esta palabra su verdadero significado de percepción de las realidades trascendentes, como una facultad que puede percibir las cosas del mundo inmediato; sus prolongaciones en el alma son lo que podríamos llamar intuiciones intelectuales, destellos preliminares antes de que la intelección propiamente dicha tenga lugar. 

Se tiene la impresión de que el propio Guénon debió haber tenido una iluminación intelectual a muy temprana edad. Debe haber percibido de forma directa las verdades espirituales con el intelecto en el sentido genuino. Llenó los vacíos explicando el significado de los ritos, el significado de los símbolos, la jerarquía de los mundos. En la educación moderna el mundo próximo se deja de lado, no obstante que en la Edad Media se les haya enseñado a los estudiantes la jerarquía de las facultades y, en consecuencia, la jerarquía del universo. 

Pero ahora debo hablar en un nivel más personal, que tal vez no carezca de interés. Cuando leí los libros de Guénon a comienzos de los años treinta, fue como si una luz me hubiera golpeado y me di cuenta que eso era la verdad. Nunca antes vi con tanta claridad la verdad como en el mensaje de Guénon de que había muchas religiones y que todas deberían ser tratadas con la misma reverencia, eran diferentes porque había diferentes pueblos. Eso tenía sentido y, al mismo tiempo, era para la mayor gloria, porque cualquier persona con una inteligencia razonable y a quien se le enseñara todo lo que aprendíamos en la escuela, inevitablemente se preguntaría: "bueno, ¿y qué hay para el resto del mundo? ¿Por qué se han manejado las cosas de esta forma? ¿Por qué la verdad se les dio a los judíos antes que a nadie, a un pueblo solamente? ¿Por qué a la cristiandad se le ordenó extenderse por todo el mundo, y por qué tan tardíamente? ¿Y qué hay acerca de las épocas anteriores?" Estas preguntas nunca se habían respondido, pero cuando leí a Guénon supe que él decía la verdad y comprendí que debía hacer algo al respecto. 

Le escribí a Guénon. Traduje al inglés uno de sus primeros libros, Oriente y Occidente, y mantuve correspondencia al respecto con él. En 1930 Guénon dejó París, después de la muerte de su primera esposa, y se fue a El Cairo, donde vivió por más de veinte años, hasta su muerte en 1951. Una de las primeras ideas que se me ocurrió al leer los libros de Guénon fue enviarle copias a un gran amigo que había sido mi condiscípulo en Oxford, porque estaba seguro que su reacción sería idéntica a la que yo había experimentado al leerlo. Él regresó a Occidente y tomó el camino que yo ya había encontrado, una vía del tipo de las que Guénon hablaba en sus libros. Al tener necesidad de trabajo, le asignaron un espacio como conferencista en la Universidad de El Cairo, y le envié el número del apartado postal de Guénon. René Guénon era sumamente reservado y no le proporcionaba a nadie su dirección, era como si quisiera desaparecer. Tenía enemigos en Francia y sospechaba que deseaban atacarlo con algo de magia. No sé si esto era cierto del todo pero supe que Guénon tenía mucho miedo de ser atacado por cierta gente y quería mantenerse incógnito para sumergirse en el mundo egipcio en el que vivía, el mundo del Islam. De esta forma, mi amigo tuvo que esperar un largo tiempo antes de que Guénon accediera a recibirlo. Cuando se encontraron, de inmediato Guénon le cobró afecto y le dijo que podía visitar su casa cuando quisiera. 

En el verano de 1939 visité a mi amigo en El Cairo, y estando allí estalló la guerra. En ese tiempo pronuncié una conferencia en Lituania y, ante la imposibilidad de regresar, me vi forzado a permanecer en Egipto. Mi amigo —quien se había vuelto un miembro más del hogar de Guénon: recogía su correspondencia del apartado postal y le ayudaba en otros menesteres— me llevó a ver a Guénon. Un año más tarde, me encontraba cabalgando en el desierto junto con mi amigo cuando su caballo se desbocó y él murió a consecuencia del accidente; nunca olvidaré el haber tenido que notificar a Guénon de su deceso. Cuando lo hice, lloró casi una hora. No tuve otra alternativa más que tomar el lugar de mi amigo. Ya me habían ofrecido disponer libremente de la casa y rápidamente me volví parte de su familia. Eso, desde luego, era un enorme privilegio. La esposa de Guénon no sabía leer y sólo hablaba en árabe. Así que con cierta rapidez aprendí árabe para poder hablar con ella. Era un matrimonio muy feliz; llevaban casados siete años y no habían tenido hijos, y Guénon, que ya era algo grande —era mucho mayor que ella—, tampoco había tenido hijos de su primer matrimonio, por lo que fue algo inesperado cuando comenzaron a tenerlos; tuvieron cuatro. Veía a Guénon casi a diario. Yo fui la primera persona que leyó El reino de la cantidad, el único libro que escribió mientras lo conocí y el primero que redactó después de los que había escrito en sus inicios; me lo daba capítulo a capítulo. También tuve la oportunidad de darle mi primer libro, The Book of Certainty (El libro de la certeza), el que también le proporcioné capítulo a capítulo. Para mí fue un gran privilegio conocerlo. 

Durante ese tiempo se resolvió una cuestión más importante. Los hindúes con los que había entrado en contacto en París le habían transmitido una idea errónea del budismo, no así del hinduismo. El hinduismo reconoce en Buda al noveno avatâra de Vishnú, pero algunos hindúes sostienen que no se trataba de un avatâra, sino que era un kshatriya sublevado, o sea un miembro de la casta real en contra de los brahamanes, asunto que Guénon vio con posterioridad y aceptó. De esa forma, había escrito sobre el budismo como si no fuera una de las grandes religiones del mundo. Ananda Coomaraswamy, Frithjof Schuon y Marco Pallis decidieron, no obstante, reelaborar lo que Guénon había formulado en ese punto. Guénon era muy abierto cuando se le persuadía, y en 1946 llevé a Marco Pallis a verlo; el resultado fue que aceptó que se había equivocado y que los errores serían rectificados en sus libros. Marco Pallis comenzó a enviarle la lista de muchas páginas que requerían correcciones. 

Guénon casi nunca salía, excepto cuando venía a visitarnos. Le enviaba un automóvil a buscarlo y venía él con su familia unas dos veces al año. En ese tiempo vivíamos cerca de las pirámides, en las afueras de El Cairo. Nosotros íbamos sólo una vez al año a visitar la mezquita de Sayyidnâ Husayn, cerca de al-Azhar. Tenía una presencia notable; era impresionante ver el respeto que le dispensaban. En cuanto entraba a la mezquita, se podía oír a gente de todos lados decir "Allâhumma salli `alâ Sayyidnâ Muhammad", que significa "Que Dios haga llover sus bendiciones sobre el Profeta Mahoma", y que es un proverbio utilizado para expresar gran reverencia por alguien. Tenía una presencia luminosa y sus hermosos ojos —uno de sus rasgos físicos más llamativos— conservaron siempre su brillo, incluso a edad avanzada. 

De su texto sobre el Vedanta parte otro libro sobre los símbolos, Símbolos fundamentales de la ciencia sagrada, título con el que fue publicado después de su muerte y que estaba integrado por todos los artículos que había escrito sobre símbolos que aparecieron en la revista Études Traditionelles. Era maravilloso leer estos artículos cuando aparecían mes con mes, pero este libro nos remite casi a los tiempos remotos de cuando escribió El hombre y su devenir según el Vedanta, pero en un sentido más amplio. Todo, por supuesto, es un símbolo, y no existiría si no fuese un símbolo, pero los símbolos fundamentales son los que expresan elocuentemente aspectos de la Verdad Suprema y de la Vía Suprema. Así, por ejemplo, uno de esos aspectos tanto de la Vía como de la Verdad es el que se denomina el "eje del mundo", el eje que recorre desde los estados más elevados hasta el centro mismo del mundo. Tal es el significado de lo que hemos llamado Árbol de la Vida. 

El Árbol de la Vida se simboliza en muchos árboles particulares: el roble, el fresno, la higuera y muchos otros de todo el mundo. El eje es la Vía por sí misma, el camino de retorno a lo Absoluto. También está simbolizado por los objetos hechos por el hombre: la escalera, el mástil, armas como la lanza, así como el pilar central de los edificios. Como lo saben los arquitectos, muchas construcciones son edificadas alrededor de un eje central que de hecho no está allí, que no está materializado. Es frecuente encontrar en los hogares tradicionales la hoguera en el centro de la casa, y la chimenea a través de la cual sale el humo es otra figura del eje. Algunos objetos que normalmente están en posición horizontal son también símbolos del eje: un puente es también un símbolo del eje del mundo. Atestiguamos la veracidad de esto con la palabra Pontífice, que significa puente, título que es dado a la más elevada autoridad de la Iglesia católica —un puente entre el cielo y la tierra. 

Otro símbolo fundamental es el río. Existen tres aspectos con relación al río: cruzar el río siempre simboliza el paso de un mundo a otro más elevado, pero también está el río mismo. La dificultad de moverse corriente arriba simboliza las dificultades del camino espiritual, de regresar a la fuente propia en contra de la corriente. Tenemos también el simbolismo del movimiento en dirección del océano, de regresar finalmente al océano; se trata de otro símbolo de la Vía. Entre muchos otros, en este libro Guénon enuncia también el simbolismo de la montaña, el de la cueva, el del ciclo temporal. En el ciclo temporal los solsticios de verano e invierno son las puertas de los dioses de acuerdo con el hinduismo. La puerta de los dioses es el solsticio de invierno, bajo el signo de Capricornio; la puerta de los ancestros es el solsticio de verano, bajo el signo de Cáncer. 

Como dije, a Guénon no le gustaba hablar sobre él mismo y yo respeté su reticencia, así que nunca lo cuestioné y creo que eso le agradó. En suma, en un mundo donde se ha vuelto común la herejía y la seudo-religió n, su papel fue —lo que podríamos llamar su función— recordar al hombre del siglo XX la necesidad de que la ortodoxia actúe bajo sus propios presupuestos, con la intervención divina primeramente y la tradición en segundo lugar, y que ha transmitido con fidelidad, de generación en generación, lo que el cielo le ha revelado. En relación con esto, somos, en el más profundo sentido, sus deudores por haber, él, restaurado entre nosotros el mundo de la ortodoxia en pleno rigor con su significado original, esto es, rectitud de opinión, una rectitud que obliga al hombre inteligente no sólo a rechazar la herejía, sino también a reconocer la validez de todas aquellas doctrinas de fe que sean conformes a los criterios de los que su propia fe depende para su misma ortodoxia

*Transcripció n de la conferencia pronunciada en otoño de 1994 en el Instituto Príncipe de Gales de Londres y patrocinada por la Academia Temenos , publicada en el volumen I, número 1 de Sophia. The Journal of Traditional Studies. 

Traducción de José Antonio Hernández

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