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La investidura del siglo

Por el I:.P:.H:. AMANDO HURTADO

El martes, 20 de enero, tuvo lugar una efeméride pluridimensional, cuya tascendencia real podremos ir analizando durante los próximos años. Hussein Barack Obama es el beneficiario de la beca que le concede el electorado estadounidense para intentar llevar la nave a buen puerto. De momento, sabemos hacia donde sopla el viento y esperamos comprobar, con cierta ansiedad, cómo va a manejar el timón el nuevo timonel del barco escorado en el que, por razones de sobra conocidas, navegamos todos.

La investidura de Obama como Presidente de los Estados Unidos de Norteamérica es la culminación formal del proceso histórico de consolidación de la democracia en un país que, que como otros, no descartó la esclavitud como forma de existencia humana hasta la segunda parte del siglo XIX. Tal decisión costó una guerra civil que dejó profundas huellas en la sociedad norteamericana. La lucha por los derechos humanos que, desde entonces, tuvieron que mantener - y siguen manteniendo - los ciudadanos afro-americanos, constituye toda una epopeya salpicada de vejaciones e injusticias. En ese sentido, Obama es todo un símbolo.

Pero esta investidura presidencial tiene otra dimensión, menos emotiva y de alcance universal más inmediato, polarizando un haz de esperanzas bien diversas: los riquísimos esperan que Obama se limite a ser imagen patente de democracia madura, finalmente vencedora de una barrera racial que, en Estados Unidos, parecía inexpugnable. Están dispuestos a soportar “retoques” que no amenacen el disco duro del sistema. Es lógico pensar que los medio-pobres y los pobrísimos esperen algo más, pero me temo que la cultura ciudadana de la mayor parte de los estadounidenses esté demasiado condicionada por rasgos muy peculiares y muy auto-limitadores. Se trata de una sociedad en la que, hasta ahora, nunca se ha puesto en duda el principio de supremacía absoluta de la habilidad individual para “abrirse camino”, sin implicaciones estatales que vayan más allá de lo que la mayoría considera un mínimo indispensable, a fin de que cada uno pueda hacer “aquello de lo que se sienta capaz”. No es precisamente el ideal de solidaridad lo que sobresale en la sociedad estadounidense y parece que no se desea que Obama revolucione el sistema, sino tan solo que ponga un poco de orden en la finca que tan exhausta deja George W. Bush.

Lo paradójico de la peculiar democracia norteamericana es su proverbial apego a una Constitución que fue considerada modélica en el siglo XVIII y que ha tenido que ir siendo “enmendada” - hasta el momento, veintisiete veces - durante más de dos siglos, descartándose siempre la aprobación de un nuevo texto constitucional auténticamente igualitario y laico. Los padres de la Constitución fueron hombres pragmáticos, imbuídos de amor a las libertades burguesas de su tiempo, pretendiendo asegurarlas como “bendiciones para sí mismos y para su posteridad” (según señalaron en el Preámbulo), de cuyo disfrute legal excluyeron a indios y esclavos. El espítitu puritano del Mayflower, recogido por la Constitución norteamericana de 1787, ha dado siempre a la vida pública norteamericana esa pincelada ambigua y pseudo teocrática que resulta chocante en la “vieja Europa”, donde tanto hemos sabido de ambiciones teocráticas.

Sin duda, el 44º Presidente tiene muy en cuenta la singularidad del evento que protagonizo, solicito prestar su juramento de investidura sobre la misma Biblia que utilizara al efecto Abraham Lincoln, prefiriéndola a la de George Washington, primer Presidente del país y primero, tambien, de los 16 Presidentes francmasones de Estados Unidos. No llegó a serlo Abraham Lincoln, quien, tras solicitar su ingreso en la “Logia Tiria”, de Illinois, pidió que se pospusiera su recepción hasta su retirada de la vida política (algo que el destino le impediría). Por ello, la prestación de juramento sobre la Biblia de Lincoln es sólo un homenaje simbólico de Obama al “Libertador”, en una democracia teísta, en la que se hace del libro “sagrado” un multiuso etiquetador de cualquier actividad que pretenda ser, o sea, honrada. 

Por todo ello, el nuevo Presidente de los Estados Unidos estará abocado a evitar que el sistema se desmorone, ejerciendo el “smart power” (poder inteligente) propuesto por Hillary Clinton: "Lideraremos (el mundo) con diplomacia, porque es la manera inteligente de hacerlo", dijo ante la Comisión de Asuntos Exteriores del Senado, con motivo de su presentación como Secretaria de Estado de Obama. Añadía, acto seguido, que "La fuerza militar será necesaria en algunas ocasiones". 

Pero quizás lo más significativo de esas primeras declaraciones oficiales fuera la estudiada indiferencia ante el más sangriento tema de la actualidad internacional: el conflicto de Gaza. Ningún senador le preguntó su opinión respecto a Gaza y los pocos que se expresaron sobre ello (incluído su marido, Bill Clinton), lo hicieron apoyando unánimemente a Israel. La respuesta de la nueva Secretaria de Estado se limitó a afirmar que "el Presidente electo y yo comprendemos y simpatizamos con el deseo de Israel de defenderse en las actuales circunstancias y de protegerse libremente de los cohetes de Hamas . Comprendemos lo que debe sentirse estando sometidos a ataques de misiles" aunque se sentía "apenada por el sufrimiento de los civiles palestinos e israelíes". Sin comentario, me permito añadir yo.

La ceremonia de investidura de Barack Obama es, sin duda, excepcional en la historia de los EE.UU. No solo por dar acceso a la Casa Blanca, por primera vez, a un mesiánico mulato afro-americano -lo que es, de por sí, todo un logro - sino porque millones de personas, en América y en el resto del mundo, han puesto sus esperanzas en él para conseguir cambios indispensables en la orientación de la política y la economía inernacionales. 

Pedónenme los creyentes, pero debo declararme agnóstico.

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