Desde hace unos meses, estamos asistiendo al aireamiento internacional de escándalos de pederastia y de abusos de menores perpetrados por clérigos de la ICAR en colegios y centros docentes de todo el mundo, aunque sospechosamente escasos en España. Da que pensar que apenas se oiga alguna reivindicación en ese sentido, en un país en el que la Iglesia Católico-Romana ha mantenido históricamente un férreo control de la enseñanza a todos los niveles. Con todo, sin sustraer un ápice de la gravedad del tema, pienso que lo más dramático en torno a la tutela escolar que ejercen los religiosos de toda laya tiene otra vertiente con mayor capacidad determinante del futuro de niños y jóvenes: el propósito deliberado de que el intelecto de chicos y chicas se active a partir de un manojo de emociones diseñadas en torno a “creencias” machaconamente injertadas antes de que el cerebro complete su desarrollo medio. Es obvio que, en todas partes, los reflejos condicionados son inseparables del método de enseñanza conductista.
Corría el año 1952. El mismo en el que desaparecieron en España las raquíticas cartllas de racionamiento de alimentos. Trece años después de concluída la etapa bélica - la de los cañonazos y los bombardeos aéreos - de la perdurable y omnipresente guerra civil desencadenada por el ejército, la ICAR y diversas facciones sociales ultramontanas tradicionales (léase endémicas) para implantar la dictadura con la que en España habría empezado “a amanecer”. Lo recuerdo como si hubiera sido ayer tarde.
Aquel año me había yo hecho “protestante”. Adelanto que la cosa duró poco tiempo. Uno se hace a sí mismo a golpe de experiencias, porque lo que hacemos nos va haciendo por etapas. La forma de rebeldía del adolescente imberbe que era yo entonces, “educado como Dios manda” por salesianos y escolapios, fue tratar de averiguar por mi cuenta si era cierto lo que los curas nos contaban entonces sobre el ideario de la Reforma Protestante y los reformadores. En 4º de bachillerato se nos enseñaba, como argumento apologético básico, que Martin Lutero montó su tinglado reformador de la Iglesia porque era un libidinoso que acabó casándose con una monja exclaustrada. Así de freudiano. Con lo de los “pecados de la carne” solían explicarse casi todos los movimientos heréticos. Naturalmente, los amantes y las barraganas de papas y clero, en general, no eran más que fabulaciones e interpretaciones calumniosas difundidas por los enemigos de la Santa Madre Iglesia. El mejor argumento había sido siempre el palo justiciero inquisitorial, a lo Santiago Matamoros...
La dictadura nacional-católica, tratando de congraciarse con los norteamericanos vencedores, tras la derrota nazi de la Segunda Guerra Mundial, había abierto ligeramente la mano permitiendo a los protestantes españoles existir estrictamente en el interior de sus templos, prohibiéndoles todo signo exterior de vida y fichando en la Dirección General de Seguridad del Estado a todos los que iban siendo detectados. Me consta que todavía se pasea por Málaga uno de los inspectores-confidentes policiales (falsamente convertidos) que actuaron con ese fin por cuenta de la DGS y de la Brigada Político-Social franquista. Uno de tantos de los que siguen en el armario de esa memoria histórica que algunos nos quieren embotar para siempre.
Un domingo por la tarde del otoño de 1952, me encontraba yo en una iglesia protestante próxima al barroco Hospicio madrileño de la calle Fuencarral, cuando a su puerta comenzaron a oirse voces infantiles cantando los habituales mantras marianos. Unas monjas del Hospicio habían mandado a las niñas bajo su cargo que se arrodillasen en la acera para dar un belicoso testimonio de fe católica... Cuando prudentemente salió uno de los feligreses a ver lo que pasaba - sin atreverse a rechistar - las monjitas hicieron que las pobres niñas cantaran con más fuerza.
Otra imagen indeleble quedó impresa en mi memoria durante mi breve estancia en el nada barato - y sólo en eso elitista - colegio de los escolapios de Pamplona. Compañeros míos de clase eran un hijo del gobernador civil (Juan Junquera), uno de los Huarte, etc. Tenía yo entonces solo nueve años y no había visto antes a ningún cura dar tantos tortazos, capones y varapalos. Había entre nosotros cuatro chavales de rostro triste y vestimenta habitualmente oscura. Uno de ellos (recuerdo que se apellidaba Aoiz) era el primero de la clase. Cuando había que salir al recreo, trasladarse a la capilla o formar fila para algo, lo primero que decía el cura era : “¡Los gratuitos, levantaos!” Eran los 4 chicos pobres, que, marcados pública y permanentemente con aquel distintivo verbal, recibían la enseñanza gratuita con la que los caritativos escolapios de Pamplona suministraban su generosidad en aquel tiempo.
Condicionar el desarrollo racional de niños y jóvenes grabando en ellos determinados paradigmas de selectividad social, en lugar de principios éticos universalmente válidos de tolerancia, igualdad, justicia y respeto a los valores democráticos, es lo que han hecho siempre todas las sectas y es, tambien, lo que algunos consideran un derecho “ inviolable” al que no ha de poder oponerse ningún Estado. Véase la que la ICAR y sus huestes tienen montada en España ante la perspectiva de cualquier innovación alteradora de su ordenamiento docente.
¿Hasta cuándo?
Corría el año 1952. El mismo en el que desaparecieron en España las raquíticas cartllas de racionamiento de alimentos. Trece años después de concluída la etapa bélica - la de los cañonazos y los bombardeos aéreos - de la perdurable y omnipresente guerra civil desencadenada por el ejército, la ICAR y diversas facciones sociales ultramontanas tradicionales (léase endémicas) para implantar la dictadura con la que en España habría empezado “a amanecer”. Lo recuerdo como si hubiera sido ayer tarde.
Aquel año me había yo hecho “protestante”. Adelanto que la cosa duró poco tiempo. Uno se hace a sí mismo a golpe de experiencias, porque lo que hacemos nos va haciendo por etapas. La forma de rebeldía del adolescente imberbe que era yo entonces, “educado como Dios manda” por salesianos y escolapios, fue tratar de averiguar por mi cuenta si era cierto lo que los curas nos contaban entonces sobre el ideario de la Reforma Protestante y los reformadores. En 4º de bachillerato se nos enseñaba, como argumento apologético básico, que Martin Lutero montó su tinglado reformador de la Iglesia porque era un libidinoso que acabó casándose con una monja exclaustrada. Así de freudiano. Con lo de los “pecados de la carne” solían explicarse casi todos los movimientos heréticos. Naturalmente, los amantes y las barraganas de papas y clero, en general, no eran más que fabulaciones e interpretaciones calumniosas difundidas por los enemigos de la Santa Madre Iglesia. El mejor argumento había sido siempre el palo justiciero inquisitorial, a lo Santiago Matamoros...
La dictadura nacional-católica, tratando de congraciarse con los norteamericanos vencedores, tras la derrota nazi de la Segunda Guerra Mundial, había abierto ligeramente la mano permitiendo a los protestantes españoles existir estrictamente en el interior de sus templos, prohibiéndoles todo signo exterior de vida y fichando en la Dirección General de Seguridad del Estado a todos los que iban siendo detectados. Me consta que todavía se pasea por Málaga uno de los inspectores-confidentes policiales (falsamente convertidos) que actuaron con ese fin por cuenta de la DGS y de la Brigada Político-Social franquista. Uno de tantos de los que siguen en el armario de esa memoria histórica que algunos nos quieren embotar para siempre.
Un domingo por la tarde del otoño de 1952, me encontraba yo en una iglesia protestante próxima al barroco Hospicio madrileño de la calle Fuencarral, cuando a su puerta comenzaron a oirse voces infantiles cantando los habituales mantras marianos. Unas monjas del Hospicio habían mandado a las niñas bajo su cargo que se arrodillasen en la acera para dar un belicoso testimonio de fe católica... Cuando prudentemente salió uno de los feligreses a ver lo que pasaba - sin atreverse a rechistar - las monjitas hicieron que las pobres niñas cantaran con más fuerza.
Otra imagen indeleble quedó impresa en mi memoria durante mi breve estancia en el nada barato - y sólo en eso elitista - colegio de los escolapios de Pamplona. Compañeros míos de clase eran un hijo del gobernador civil (Juan Junquera), uno de los Huarte, etc. Tenía yo entonces solo nueve años y no había visto antes a ningún cura dar tantos tortazos, capones y varapalos. Había entre nosotros cuatro chavales de rostro triste y vestimenta habitualmente oscura. Uno de ellos (recuerdo que se apellidaba Aoiz) era el primero de la clase. Cuando había que salir al recreo, trasladarse a la capilla o formar fila para algo, lo primero que decía el cura era : “¡Los gratuitos, levantaos!” Eran los 4 chicos pobres, que, marcados pública y permanentemente con aquel distintivo verbal, recibían la enseñanza gratuita con la que los caritativos escolapios de Pamplona suministraban su generosidad en aquel tiempo.
Condicionar el desarrollo racional de niños y jóvenes grabando en ellos determinados paradigmas de selectividad social, en lugar de principios éticos universalmente válidos de tolerancia, igualdad, justicia y respeto a los valores democráticos, es lo que han hecho siempre todas las sectas y es, tambien, lo que algunos consideran un derecho “ inviolable” al que no ha de poder oponerse ningún Estado. Véase la que la ICAR y sus huestes tienen montada en España ante la perspectiva de cualquier innovación alteradora de su ordenamiento docente.
¿Hasta cuándo?