El proceso de independencia de México fue uno de los más largos de América Latina. Para 1821 el conflicto ya había durado once años, durante los cuales las muertes, capturas, derrotas y persecuciones habían reducido el movimiento original a una guerra de guerrillas, mantenida por el tesón y el valor de hombres como Vicente Guerrero. El desgaste del movimiento y el indulto ofrecido por el virrey Apodaca habían logrado que algunos jefes insurgentes dejaran la lucha. Mientras esto ocurría en la Nueva España, las condiciones en la metrópoli sufrieron cambios sustanciales. Fernando VII, muy a su pesar, debió aceptar la Constitución de Cádiz, que limitaba su poder, consagraba la libertad de imprenta y los derechos del individuo.
Los mismos peninsulares que habían combatido a los insurgentes se reunieron en la llamada conspiración de la Profesa, para lograr la independencia evitando así que la nueva constitución y las libertades que propugnaba, se implantaran en la Nueva España. Dirigido por el canónigo Monteagudo, el grupo de la Profesa logró que Apodaca nombrara a Agustín de Iturbide, comandante del ejército del sur, con la consigna de acabar con Guerrero. La habilidad de Iturbide, su sutil olfato político, hicieron que, en lugar de perseguir a Guerrero, lanzara el plan de Iguala, declarando a México país independiente, católico, hogar de peninsulares, criollos, indios y negros por igual. A este plan se adhirieron guarniciones españolas, tanto como insurgentes. Particularmente la unión de las fuerzas de Guerrero e Iturbide, originó el ejercito Trigarante, que rápidamente se apoderó de la Nueva España.
Apodaca fue destituido por su propia guarnición y regresó a España. Iturbide pactó alianzas con los jefes insurgentes y persuadió a buena parte de las fuerzas realistas de sumarse a su causa. El nuevo virrey, Juan de O'Donojú, sólo llegó para firmar los tratados de Córdoba por los cuales reconocía la independencia. Fungió además como intermediario para entregar la capital sin derramamiento de sangre, entablando negociaciones con el general Novella quien reconoció la autoridad de O´Donojú y le entregó el mando de la guarnición el 13 de septiembre. Fue así como, tras la firma de los tratados, el ejército español que permanecía defendiendo la capital, emprendió su retirada hacia Veracruz. Entonces el ejército Trigarante, al mando de Iturbide, hizo su entrada triunfal con un numeroso contingente en la Ciudad de México el 27 de septiembre de 1821, consumando la Independencia.
El desfile fue espectacular. Así, al menos, lo han descrito los pinceles y las crónicas: los colores verde, blanco y rojo de la bandera Trigarante (simbolizaban la pureza de la religión católica, la independencia y la unión entre mexicanos y españoles, y las franjas estaban entonces dispuestas en forma diagonal) prevalecieron en las compañías mezcladas de insurgentes y ex realistas. Todo el camino estaba adornado con banderas, oriflamas y arcos triunfales en esos colores y figurando el águila como blasón. Se firmaría al día siguiente, 28 de septiembre, el Acta de Independencia del Imperio Mexicano, que estipulaba: “La nación mexicana que por trescientos años, ni ha tenido voluntad propia, ni libre el uso de la voz, sale hoy de la opresión en que ha vivido.”
Por primera vez, una conciencia de patria, de unidad, de pertenencia y autodeterminación, alumbraba el sentimiento de los mexicanos. La capital recibió alborozada a los triunfadores, entre el repicar de campanas, el sonar de tambores y clarines, restallar de cohetes y los gritos entusiastas de la multitud.
Pobres y ricos, blancos, indios, mestizos, todos salieron a las calles a festejar el nacimiento de una patria. El recorrido de las tropas trigarantes se había planeado desde la Tlaxpana por San Cosme, para llegar frente al palacio Virreinal. Sin embargo, Iturbide desvió su paso para que una persona muy especial presenciara el desfile desde su balcón: se trataba de María Ignacia Rodríguez de Velasco, la mítica Güera Rodríguez, ante cuya belleza y encantos se cuenta que caían rendidos por igual realistas e insurgentes. Se dice que tuvo en sus manos la carta firmada por Fernando VII, de la que se desprenderían los principios del Plan de Iguala, así como que fue ella quien entregó a Iturbide este documento.
Cuenta Artemio del Valle Arizpe que, en esa ocasión, Agustín de Iturbide se desprendió de una de las plumas tricolores que adornaban su sombrero, para enviárselo a la Güera, quien “…la tomó con delicada finura entre el índice y el pulgar y con magnífico descaro se la pasó por el rostro varias veces, lenta y suavemente acariciándolo con voluptuosa delectación”.
Iturbide presidió la Junta Provisional Gubernativa y, al desconocer España los Tratados de Córdoba, fue coronado emperador, entrando en conflicto con el Congreso. Para muchos, en ese momento traicionó los ideales de la lucha insurgente. Tal vez aquel 27 de septiembre, arropado por el regocijo de los mexicanos al saberse por fin independientes, consideró factible constituirse como el primer monarca mexicano. En cualquier caso, los hechos posteriores no empañan ese día de júbilo y gloria para nuestro país y para la ciudad de México.