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El Concepto de Dios en Época de Demonios

Por el Q:.H:. Antonio Palomo-Lamarca

El ser humano, como persona e individuo, ha perseguido siempre un sin-fin de cultos, filosofías, religiones, remedios, supersticiones, etc.., todo encapsulado en las ansias de poseer a Dios, a la divinidad, a esa magnitud-incomprensible e infinita que desde los orígenes de la mente-humana ha sido tan manoseada y abusada que es casi imposible poder establecer unos parámetros discernibles. A Dios se le ha concebido como hombre, mujer, hermafrodita; se le ha concebido como demonio, como ser barbudo, viejo, sentado a las puertas del Cielo; sin embargo, existe una gran diferencia entre los planos exotéricos de la Metafísica y la Teología, y aquellos denominados esotéricos de los mismos. Personalmente no me interesan los primeros; más aún, creo que tiene poco o nada que ver con la auntenticidad metafísica de lo divino.

En Masonería siempre el concepto de Dios ha sido usado como criba para pasar aquellos que entran y, aquellos que se quedan en la superfecie. El Gran Oriente francés ha ido históricamente aceptando a aquellos masones que no han incorporado la existencia de Dios dentro de la moralidad de sus propias vidas, aún siendo seres tan morales como aquellos que son creyentes en un Dios. Empero, yo he de contender este pensamiento obsoleto, antiproductivo y totalmente anti-masónico. No existe una Masonería teísta y otra ateísta—tal y como los blandos baluartes de aquellos despistados críticos quieren plantar. La Masonería es única y Universal. Esta universalidad no implica el hecho de que el hombre crea o no crea en un Dios o en un Demonio o en Micky Mouse o en Blancanieves; precisamente, esta universalidad que posee la Masonería por antonomasia es la esencia y el jugo de la misma. El Masón no es masón porque crea en Dios; pues los curas también creen en Dios y la mayoría no son masones. El masón no es masón porque siga una religión, o un cierto credo; pues las poblaciones persiguen credos y religiones y eso no los hace masones. Tampoco, como muchos idióticamente piensan, el masón no es tal por el mero hecho de que ha pasado por unas ceremonias de iniciación; pues, igualmente, los curas pasan por las suyas y eso no los hace masones, y a los militares no se les vuelve masones al pasar por las ceremonias militares. La ceremonia masónica es peculiar, y ella es distinta al resto de todas las ceremonias que podamos concebir en nuestra cultura occidental. El masón, como tal, es un ser humano que ha incorporado internamente la vivencia iniciática viviéndola día a día, usando el cincel y el martillo para pulir las raspaduras de nuestros prejuicios, de nuestras anomalías morales, de nuestras falsas concepciones. En segundo lugar, y conectando con el tema principal, el masón es aquel que una vez habiendo incorporado internamente la experiencia iniciática ha visto la Luz Universal de la Humanidad bajo los auspicios de una misma logia: la Logia del Amor Humano. Por tanto, el uso y ab-uso del concepto de Dios viene por consiguiente.

Dios ha de ser una decisión personal. Un paso decisivo hacia-delante. En este “pasear” el ser humano forma su propia concepción sobre la divinidad, una concepción que pule y forma a lo largo de su vida. Tamaño error es pensar que el modelo de divinidad que yo persiga ha de ser el mismo que aquel que mi compañero se forme; falacias como estas son la polilla misma de la Masonería. Dos preguntas esenciales y cruciales se per-siguen: ¿Puede un Masón ser ateo? ¿Qué o quién es Dios?

La respuestas a la primera pregunta es un simple y rotundo SI; es totalmente posible y factible que un huombre o una mujer sean ateos y sean masones. De hecho, Dios no hace a los masones, sino más son ellos los que se forman una idea de Dios. Lamentablemente, Dios no puede ser examinado al modo que la ciencia examina un protozoo o una neurona; nuestros recursos son tan capacitados que la vida misma se enturbia en su misterio bajo los auspicios de lo Desconocido. El manuscrito Medieval del siglo XIV con título The Cloud of the Unknowing, retrata a Dios como una inmensa nube cuya transparencia es más bien enturbamiento, una nube cuya esencia misma es Su Desconocimiento, es decir, el Eterno Misterio de lo divino. Tomás de Aquino, como filósofo más que como teólogo, intento hacer de Dios un ser capacitadamente ubicuo, cuyo receptáculo estaba en la mente humana—y ya que donde quiera que la mente humana esté allí está el hombre, por ende, ahí está Dios. Aquí se delinea un siglo, los siglos XII-XIII, donde la razón ha de ser una sirviente de la fe. Aquino piensa que la fe en Dios ha de ser plenamente ubicada dentro de los parámetros de la razón misma, o sea, las verdaderas superiores—que responden a la fe Cristiana—han de ser perfectablemente demonstrables mediante la razón. Sin embargo, y con todo y en todo, Tomás de Aquino jamás da una definición de Dios, y la razón es precisamente porque de-finir significa de-limitar, y Dios es i-limitado, y por ello, in-definible.

Los tiempos han cambiado, cambian y cambiarán; si la fe se ha adaptado a las distintas épocas históricas, el concepto masónico de creencia y fidelidad han de ser eminentemente re-evaluados igualmente. La de-finición de Dios puede consultarse perfectamente en cualquier diccionario; ahora, la cuestión es: ¿Qué es Dios?, y no cómo es Dios. El cómo pertenece al plano del exoterismo, es decir, de la plebe, y la Masonería no es plebe, sino élite. No somos elitistas en el sentido snob de la palabra, sino en su esencia marginal, independiente e ilustrada.

La Masonería no trata de lo vulgar, sino de lo esencial, de lo crucial. Al masón le importa un bledo si el vulgo entiende por Dios el “cómo este Tipo es,” en lugar de “qué es este Ente.” Para el Masón, Dios es un Ente, un ente misterioso, i-limitado, eterno, e in-definible. Si Dios es proporcionado como misterio, como eternidad incomprensible, entonces y sólamente entonces, el respeto por el ateísmo crece en nosotros, pues nada es más absurdo que pensar que un ateo vaya a rechazar tal concepto. Siempre he pensado que no existe persona más interesada en Dios que el ateo mismo; ellos discuten, investigan, rechazan, alaban, adoptan, prefieren y constamente desarrollan en sí-mismos un respeto inmenso por el concepto de lo divino. El mejor amigo de Dios no es el creyente, sino el ateo. El ateo serio, y no el de pacotilla que es ateo no más por estafa y estafar. Los ateos más famosos, como Marx, son los que más han investigado y desarrollado una metafísica—si puedo abusar esta palabra—de la realidad material que nos rodea. El aunténtico ateo, como Ortega y Gasset dijera del escéptico, ha llegado a tal filosofía como punto de llegada y no de partida. Lo que deseo puntualizar aquí es el hecho de que la cuestión por los orígenes, por la eternidad, por las nébulas, por el mismo misterio de la Muerte y de la Vida misma, eso, ni siquiera el más terco de los ateos puedo negarlo—al menos esté rozando las lindes de la psicósis. En este misterio mismo de la existencia se puede encontrar lo divino. Yo no me considero un creyente en Dios, sino un creyente en lo divino—y esto último es un concepto metafísico de corte heideggeriano.

El quid ignotum, o el “qué desconocido,” es la esencia misma de lo divino, es decir: ¿qué es Dios? Dios es el qué, el quid—en Latín—cuya esencia es el desconocimiento y misterio mismo que le envuelve. Aquino, volviendo a él, establece la esencia de Dios en Su existencia misma, es decir, en Su Ser. Yo la establezco en Su misterio, en Su desconocimiento. Por consiguiente, Dios es el Gran Desconocido, cuya esencia—al ser el desconocimiento mismo—sólo puede establecerse atrapando lo divino. Ahora, Dios deja de ser un ente abstracto y pasa a ser un ente concreto; deja de ser un ente eterno y pasa a ser un ente eternizante. Como abstracto, Dios es concebible como persona, como individuo. Como concreto, Dios es concebido como lo divino, como algo que puede verse con la vista, tocarse con los dedos e incluso ser sopesado con el regalo de la medida. El masón ha de estar enamorado de este concepto por lo divino, y no importa si estando en las filas de la Gran Logia de Inglaterra o del Gran Oriente de Francia ambos son capaces de reconocer que existe una cosa en la vida llamada misterio, y que este misterio es lo in-descifrable, es decir, lo divino.

Si nos ponemos en manos de la Muerte—la más vieja y justa de todas las diosas—veremos que todos estamos destinados al mismo agujero existencial, y que ni Papas, ni Reyes, ni Condes, ni Ateos, ni Creyentes han sido exentos de tal juicio. Es la Muerte misma la que nos da una respuesta acerca de lo divino, la que nos responde con toda la frialdad que la Verdad misma acarrea. Un masón que ve esto, es un masón de corazón, verdadero—y no importa a qué logia esté adscrito. El símbolo masónico más importante de todos no es ni el compás, ni tampoco la escuadra, sino la calavera con dos huesos cruzados bajo ella—la bandera pirata para el corto de entendimiento. Ese es el símbolo del Maestro Masón, y el símbolo de Elú en el Rito Escocés. El candidato a Maestro se tumba en una lápida, o en un ataúd en algunas logias, donde resta, reposa, descansa como muerto vulgar para resucitar como Maestro. Este ataud lleva dibujado el símbolo de la calavera y los dos fémures cruzados, y símbolo noble donde los haya. Representa la esencia misma del ser humano: su Mortalidad.

Es en la Muerte donde se juntan todos los ríos y todas las creencias; allí donde todo posee el mismo sentido, la vida se nutre de la esperanza y el tiempo se congela en su propia deidad, allí es donde el hombre se equaliza con todo hombre—incluso con otros seres como los animales y las plantas. Las antiguas mitologías, como la Griega, equaliza al hombre con otros seres, e incluso con los dioses—pintura de la cual el soberano Xenócrates ya quejaba y con razón. El caso es que se nutrió el pueblo de una visión plenamente exotérica del concepto de Dios, antropomorfa, un antropomorfismo que adopto la Cristiandad y nos ha legado tan ridídulamente.

Creer o no creer en Dios es una decisión personal, y ha de tener poca relación con los sub-stratos de la Masonería universal. En este universalismo el hombre esta unido a otro hombre (o mujer) no por mediación de Dios, sino por la realidad de la Muerte. Hasta que la Gran Logia de Inglaterra no acepte la mortalidad humana como principal lazo de unión entre nosotros los mortales, el Gran Oriente de Francia seguirá sufriendo el ostracismo ridículo que ha ido sufriendo desde hace siglos. Un masón no debe de rechazar otro masón porque no crea en Dios, al igual que un masón no debe de rechazar a otro masón por el simple hecho de que este último posea una religión distinta. Tales hechos pasan de ser trivialidades, a llegar ser supinas infantilidades producto de la inmadurez espiritual del individuo. Una vez que nos capacitamos en reflexionar sobre la realidad de la Muerte, todo aparece bajo un velo de un mismo color para todo el mundo. Dios, ni ningún dios, no nos hace dignos, sino somos nosotros los que bordamos nuestra propia dignidad.

Por último, deseo tocar muy sucintamente la cuestión sobre el lenguaje teológico. Kant ya dedicó páginas de tediosa lectura acerca de las banalidades del lenguaje de la Metafísica. Un siglo y pico más tarde, el amigo Wittgenstein centraba sus devenires sobre las telas enmarañadas que el lenguaje tejía alrededor de las investigaciones filosóficas y teológicas. Ciertamente, cada ciencia o campo posee su propio entanglado de palabras y palabrejas; un lenguaje típico, unas palabras o terminología que siendo desconocida o poco comprendida, el resto del asunto poseerá poca o ninguna relevancia para nosotros. La Teología, como ciencia de lo divino, tiene todos los encantos de abrazar un sin-fin de términos y conceptos que no sólamente son dificultosos de entender, sino que una gran mayoría son casi imposible de discernir excepto por el poder fantástico de la propia mente humana.

La palabra es un símbolo, un símbolo escrito. Cuándo y cómo apareció no lo sabemos, y lo que sí sabemos es que apareció y por-seguro. La Masonería posee su sangre venida del río de los símbolos, de las palabras olvidadas, más aún: de las palabras que no se pueden pronunciar. La Madre Reina de todas las palabras, la más manoseada, ultrajada, violada, escupida, pisoteada y carcajeada es la palabra Dios; la menos entendida y la más usada. No existe nada metafísico dentro de su concepto, nada más metafísico que podamos encontrar en la misma formación de un feto, o en el establecimiento durante el segundo mes de gestación del sistema nervioso central del embrión humano; nada más metafísico que aquello que hace crecer a los árboles y rugir a los mares.

Dios, como palabra, proviene del Latino Deus, y cuya significación es bien compleja; en simpleza se dice que es “dios,” y algunos poetas latinos lo han usado incluso con connotación femenina como “diosa.” Se ha sugerido que la palabra deus proviene del nombre del dios Griego Zeus, el cual, al cambiarle la “z” por una “d” el truco nos sale perfecto. Homero, que es el responsible de la visión exotérica, dibujó los dioses en su Ilíada—pues la Odisea no sabemos con seguridad que sea suya también—como super-personas con caractéres típicos y con pasiones incluso humanizantes. Zeus era el Dios Superior del panteón Griego, pero sólo lo fue después que Kronos, su padre. Kronos viene a ser el “tiempo,” de ahí nuestra palabra “crono-logía.” Al padre se le tiene como melancólico, cuyo principal representante es el planeta Saturno—este último siendo el nombre del mismo dios en la mitología Romana. Los antiguos Romanos usanban el término “dios” o deus en un sentido politeísta, es decir, con referencia a un dios o a otro dios; empero, los Griegos usaban el término ZEUS con referencia a un dios específico: el rey de los dioses.

Por esto mismo, los primeros Cristianos adoptaron el nombre como sinónimo de aquel de Cristo, y de hecho, en los originales griegos de los cuatro evangelios, a Cristo se le llama “hijo de Zeus.” Esto, con el paso del tiempo y del interés del traductor, se transpuso y pasó a ser el “hijo de Dios,” sin precisar ni el verdadero origen, ni el verdadero peso que la mitología Griega tuvo sobre ello.

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