Jefe de Investigación Masónica Antigua
No existen palabras para comenzar una disculpa, y menos aún palabras que científicamente prueben la soledad del alma humana cuando se ofusca ante un conflicto. Hace un rato leí, con ternura y peso en el pecho, la misiva de nuestro H:. Nelson Naharya desde Israel. Desde aquí deseo enviar mi apoyo y mi más solemne pesar a ambas tierras del conflicto, a la tierra divina de Israel y al pueblo sagrado de Libano. Tanto Masones como profanos sufren la maldad y la soledad y el hambre; pues no hay lenguaje más humano que aquel de la miseria y del dolor. Somos una raza especial y bastante curiosa, con el peor arma de todas: los ideales. Y es esa arma mortífera y venenosa la que sigue dividiendo la raza humana y la que sigue incisivamente clavando sus uñas en el corazón del hombre y la mujer. La guerra es un error, tan grave, que ni dioses ni espíritus podrían jamás patrocinarla; sin embargo, peor y más triste es el error de pensar que el derramamiento de sangre es un gesto positivo en favor de una ideología.
Como Masones, nosotros estamos en favor de la Paz, y en favor del progreso Humano, y en favor del Amor al Prójimo—independientemente de sus ideas religiosas o del color de la piel. Mentira es decir que los Masones apoyaron guerras o revoluciones—como algunos bufones borrachos se han percatado en decir. La Revolución Francesa fue repudiada por muchos Masones, y la misma Comuna de París vio dos cartas magnas firmadas por la Gran Logia de Francia en contra de todo derramamiento de sangre. Donde la mente no se pone de acuerdo, la sangre jamás acordará.
Mujeres y niños sufren en estos mismos momentos, y hombres corren desesperados en busca de sus dioses. Pero Dios vive en Silencio, un silencio tan soterrador que es capaz de congelar a la miserable alma humana. Es rosáceamente estúpido culpar a Dios de nuestros males, y aquellos que lo hacen no hacen sino exponer su propia ignorancia al resto del mundo. No existe guerra santa, pues lo santo sólo pertenece a Dios, y la guerra sólo pertenece al error humano. Sólamente las palabras comedidas y la humildad pueden parar un conflicto; evidencias de amor y de compasión son sobremanera necesarias. La sangre es siempre roja para todos; los chillidos de dolor unísonos; y las lágrimas tan saladas en una parte de la frontera como en la otra. Una vez que se abandona la carne, y el espíritu abandona la caja de huesos que le sostenía, todo ser es exactamente el mismo, y todos van a parar exactamente al mismo punto de destino: lo Inefable. Entonces las almas miran para atrás y ven la tristeza de sus errores, y descubren que no pueden disfrutar aquello para lo cual fueron llamadas a disfrutar.
Hemos creado un Infierno en la tierra, y con odios y malos sentimientos no se descubre el árbol de la Vida. Los políticos se reúnen en mesas redondas mientras los cadáveres se pudren a las puertas del Sol. Una vez más me vienen a la memoria las sagradas palabras de aquel vasto profeta que en las Lamentaciones gritaba: “¿Existe algún dolor tan grande como el mío?”
Algún día miraremos hacia atrás y veremos que la esencia de la vida está en mirar al mundo con los ojos de un niño y en sentir con el corazón de una mujer.
No existen palabras para comenzar una disculpa, y menos aún palabras que científicamente prueben la soledad del alma humana cuando se ofusca ante un conflicto. Hace un rato leí, con ternura y peso en el pecho, la misiva de nuestro H:. Nelson Naharya desde Israel. Desde aquí deseo enviar mi apoyo y mi más solemne pesar a ambas tierras del conflicto, a la tierra divina de Israel y al pueblo sagrado de Libano. Tanto Masones como profanos sufren la maldad y la soledad y el hambre; pues no hay lenguaje más humano que aquel de la miseria y del dolor. Somos una raza especial y bastante curiosa, con el peor arma de todas: los ideales. Y es esa arma mortífera y venenosa la que sigue dividiendo la raza humana y la que sigue incisivamente clavando sus uñas en el corazón del hombre y la mujer. La guerra es un error, tan grave, que ni dioses ni espíritus podrían jamás patrocinarla; sin embargo, peor y más triste es el error de pensar que el derramamiento de sangre es un gesto positivo en favor de una ideología.
Como Masones, nosotros estamos en favor de la Paz, y en favor del progreso Humano, y en favor del Amor al Prójimo—independientemente de sus ideas religiosas o del color de la piel. Mentira es decir que los Masones apoyaron guerras o revoluciones—como algunos bufones borrachos se han percatado en decir. La Revolución Francesa fue repudiada por muchos Masones, y la misma Comuna de París vio dos cartas magnas firmadas por la Gran Logia de Francia en contra de todo derramamiento de sangre. Donde la mente no se pone de acuerdo, la sangre jamás acordará.
Mujeres y niños sufren en estos mismos momentos, y hombres corren desesperados en busca de sus dioses. Pero Dios vive en Silencio, un silencio tan soterrador que es capaz de congelar a la miserable alma humana. Es rosáceamente estúpido culpar a Dios de nuestros males, y aquellos que lo hacen no hacen sino exponer su propia ignorancia al resto del mundo. No existe guerra santa, pues lo santo sólo pertenece a Dios, y la guerra sólo pertenece al error humano. Sólamente las palabras comedidas y la humildad pueden parar un conflicto; evidencias de amor y de compasión son sobremanera necesarias. La sangre es siempre roja para todos; los chillidos de dolor unísonos; y las lágrimas tan saladas en una parte de la frontera como en la otra. Una vez que se abandona la carne, y el espíritu abandona la caja de huesos que le sostenía, todo ser es exactamente el mismo, y todos van a parar exactamente al mismo punto de destino: lo Inefable. Entonces las almas miran para atrás y ven la tristeza de sus errores, y descubren que no pueden disfrutar aquello para lo cual fueron llamadas a disfrutar.
Hemos creado un Infierno en la tierra, y con odios y malos sentimientos no se descubre el árbol de la Vida. Los políticos se reúnen en mesas redondas mientras los cadáveres se pudren a las puertas del Sol. Una vez más me vienen a la memoria las sagradas palabras de aquel vasto profeta que en las Lamentaciones gritaba: “¿Existe algún dolor tan grande como el mío?”
Algún día miraremos hacia atrás y veremos que la esencia de la vida está en mirar al mundo con los ojos de un niño y en sentir con el corazón de una mujer.