H:. Antonio Palomo-Lamarca
Ancient Landmark No.5
Minnesota-USA
Vanitas vanitatis! De todas las ceremonias masónicas, la que más me ha impresionado es aquella del grado de aprendiz. Creo que es la más importante, la aunténtica revelación eterna puede ser encontrada ahí, y la más destacada clave humana puede, igualmente, descubrirse tras los pasos del iniciado.
No deseo, en estos momentos, entrar en detalles, pero he de mencionar el hecho de que la Masonería es un sistema espiritual iniciático, y que este sistema no es ni autónomo ni monolítico. Por autónomo entiendo el hecho de que se “independice” del resto de correlatos humanos y sociales; y por monolítico entiendo que “posea” las características artificiales de un sistema “creado” con un propósito común.
La Masonería es Universal, pero cada ser humano, visto en sociedad o comunidad, no lo es; por ello cada Masón posee su propio propósito, el cual, a veces es distinto de la Masonería. La Masonería es distinta del Masón; como la hoja es distinta del árbol; y como el árbol es distinto de la raíz—pero sin embargo, es un producto de ella. La Masonería es la raíz del árbol, siendo este árbol la Humanidad en su completud, y las hojas haciendo pertenencia a cada humano en particular, o sociedad en general. Es increíble pero el modo en que una hoja recibe el jugo de la raíz es distinto del modo en que otra lo hace. Un hombre entiende la Masonería con unos ojos con los cuales otro no ve en absoluto. Esto se debe a que la raíz es independiente del árbol, y aunque se arranquen las hojas, o se corte el tronco, la raíz sigue viviendo.
La Masonería es eterna, tan eterna como la misma divinidad. Existió antes que el hombre fuera hombre, y existirá después de la extinción de la especie Homo. Empero, el Masón aún con honores, grados, medallas, y educación es y por siempre sera, mientras viva y ande en esta tierra de dolor, un pingüe aprendiz. El Masón con orgullo de honores, grados y medallas es un Masón infeliz, incomprendido y, sobre todo, una ruina personal para su propio espíritu y para el de los demás. Un Masón que se “enorgullece” de sus grados escoceses o de sus grados yorkinos es un Masón que ni tiene idea de Masonería, ni ha comprendido en lo más mínimo el misterio iniciático de las tres ceremonias principales: aprendizaje, compañerazgo, y maestría. De las tres, la más importante es la primera: el grado de aprendiz. Y es importante porque lo que se aprenda ahí, y lo que se acumule, es aquello que permanecerá con nosotros; es como la construcción de una casa—de ahí que la Masonería sea un sistema arquitectónico y geométrico—donde los cimientos son, evidentemente, más importantes que las paredes y que el techo. Unos cimientos endebles vaticinan una casa derrumbada, un simple soplido la tumbaría—de de esto ya Cristo dió una lección en el evangelio. Un Masón con soberbia es un masón por accidente.
He visto y he notado, entre nosotros, que hay quien da más atención a un grado 32 o 33 que a un “simple” maestro Masón; esto me hace sonreír y entristecer al mismo tiempo. Esto me dice que aquellos que piensan así son enemigos de la Masonería; masones por accidente que entienden el Arte como la Iglesia inquisitorial entendió los evangelios. Libertad, Igualdad y Fraternidad es un motto bien simple, y el que no lo entienda es porque o bien es retrasado mental o un hipócrita. Igualdad en el genero humano es bien simplista: un grado 33 no es más que un maestro, ni siquiera más que un aprendiz, ni tan siquiera más que un no-Masón. Las lecciones más importantes en la vida nos vienen dadas de la mano de la simplicidad; lo más pequeño es aquello que nos hace espiritualmente más grandes; la vida se compone de eso; el disfrute de la misma nos viene dado de la mano de las pequeñeces: una copa de vino, un paseo en la orilla del mar, la sonrisa de nuestra esposa y la carcajada de un hijo: eso es la esencia de la existencia. Cuando entendemos esto entendemos que ello es el centro neurálgico de la ceremonia iniciática del grado de aprendiz. Nuestra desnudez corporal y espiritual chilla empedernidamente en esos momentos; nuestra ceguera se acentúa, y la debilitación de nuestras expectaciones es más notable. No hay visión más noble que la del aprendiz cegado, con su pecho al aire y la rodilla desnuda. El mismo hombre (o mujer) que algún día—tras una vida ciega—morirá para abrir sus ojos al resplandor del Infinito.
Herder, filósofo y Masón, ya recalcó allá por los principios del siglo XVIII que el mismo fin espera al rey que al mendigo: el ataúd.
Vanitas vanitatis! De todas las ceremonias masónicas, la que más me ha impresionado es aquella del grado de aprendiz. Creo que es la más importante, la aunténtica revelación eterna puede ser encontrada ahí, y la más destacada clave humana puede, igualmente, descubrirse tras los pasos del iniciado.
No deseo, en estos momentos, entrar en detalles, pero he de mencionar el hecho de que la Masonería es un sistema espiritual iniciático, y que este sistema no es ni autónomo ni monolítico. Por autónomo entiendo el hecho de que se “independice” del resto de correlatos humanos y sociales; y por monolítico entiendo que “posea” las características artificiales de un sistema “creado” con un propósito común.
La Masonería es Universal, pero cada ser humano, visto en sociedad o comunidad, no lo es; por ello cada Masón posee su propio propósito, el cual, a veces es distinto de la Masonería. La Masonería es distinta del Masón; como la hoja es distinta del árbol; y como el árbol es distinto de la raíz—pero sin embargo, es un producto de ella. La Masonería es la raíz del árbol, siendo este árbol la Humanidad en su completud, y las hojas haciendo pertenencia a cada humano en particular, o sociedad en general. Es increíble pero el modo en que una hoja recibe el jugo de la raíz es distinto del modo en que otra lo hace. Un hombre entiende la Masonería con unos ojos con los cuales otro no ve en absoluto. Esto se debe a que la raíz es independiente del árbol, y aunque se arranquen las hojas, o se corte el tronco, la raíz sigue viviendo.
La Masonería es eterna, tan eterna como la misma divinidad. Existió antes que el hombre fuera hombre, y existirá después de la extinción de la especie Homo. Empero, el Masón aún con honores, grados, medallas, y educación es y por siempre sera, mientras viva y ande en esta tierra de dolor, un pingüe aprendiz. El Masón con orgullo de honores, grados y medallas es un Masón infeliz, incomprendido y, sobre todo, una ruina personal para su propio espíritu y para el de los demás. Un Masón que se “enorgullece” de sus grados escoceses o de sus grados yorkinos es un Masón que ni tiene idea de Masonería, ni ha comprendido en lo más mínimo el misterio iniciático de las tres ceremonias principales: aprendizaje, compañerazgo, y maestría. De las tres, la más importante es la primera: el grado de aprendiz. Y es importante porque lo que se aprenda ahí, y lo que se acumule, es aquello que permanecerá con nosotros; es como la construcción de una casa—de ahí que la Masonería sea un sistema arquitectónico y geométrico—donde los cimientos son, evidentemente, más importantes que las paredes y que el techo. Unos cimientos endebles vaticinan una casa derrumbada, un simple soplido la tumbaría—de de esto ya Cristo dió una lección en el evangelio. Un Masón con soberbia es un masón por accidente.
He visto y he notado, entre nosotros, que hay quien da más atención a un grado 32 o 33 que a un “simple” maestro Masón; esto me hace sonreír y entristecer al mismo tiempo. Esto me dice que aquellos que piensan así son enemigos de la Masonería; masones por accidente que entienden el Arte como la Iglesia inquisitorial entendió los evangelios. Libertad, Igualdad y Fraternidad es un motto bien simple, y el que no lo entienda es porque o bien es retrasado mental o un hipócrita. Igualdad en el genero humano es bien simplista: un grado 33 no es más que un maestro, ni siquiera más que un aprendiz, ni tan siquiera más que un no-Masón. Las lecciones más importantes en la vida nos vienen dadas de la mano de la simplicidad; lo más pequeño es aquello que nos hace espiritualmente más grandes; la vida se compone de eso; el disfrute de la misma nos viene dado de la mano de las pequeñeces: una copa de vino, un paseo en la orilla del mar, la sonrisa de nuestra esposa y la carcajada de un hijo: eso es la esencia de la existencia. Cuando entendemos esto entendemos que ello es el centro neurálgico de la ceremonia iniciática del grado de aprendiz. Nuestra desnudez corporal y espiritual chilla empedernidamente en esos momentos; nuestra ceguera se acentúa, y la debilitación de nuestras expectaciones es más notable. No hay visión más noble que la del aprendiz cegado, con su pecho al aire y la rodilla desnuda. El mismo hombre (o mujer) que algún día—tras una vida ciega—morirá para abrir sus ojos al resplandor del Infinito.
Herder, filósofo y Masón, ya recalcó allá por los principios del siglo XVIII que el mismo fin espera al rey que al mendigo: el ataúd.
Cuando el aprendiz de Masón entra por primera vez en el Templo, su viaje no es un viaje terrenal, sino espiritual. Este viaje espiritual es una preparación para la Muerte y para la Resurrección. Una muerte certera que nadie escapa y una resurrección que puede ser traducida en reencarnación o en cualquier otra modalidad fideísta.
En definitiva, el Masón siempre es un aprendiz—jamás un Maestro. La titulación de “maestro” es simplemente simbólica y no factual. La vida misma con sus curvas y azotes es la que inicia día-a-día al verdadero Masón, quien es consciente de su papel iniciático de aprendiz—quedando la Maestría para el Gran Arquitecto del Universo.
Quien tenga oídos para oír, que oiga!