Por Jorge Olivera Castillo
Payo Libre
La Habana – La cárcel es un veneno contra la vida. Se roba los años, reduce las expectativas de alcanzar una vejez sana.
Es sencillamente una impregnación de óxido en el reloj biológico de los seres humanos que han tenido las desdicha de habitar en esos sitios donde los abismos se yerguen como cíclopes.
Basta con saber que un hombre está allí para decir que la muerte lo alcanzará más rápido. Uno, dos, tres años, quizás más, se escurrirán de su existencia.
No sé cuantos habré perdido en casi 21 meses bajo el ruido de los candados y los barrotes riéndose de mis infortunios.
La soledad, el trato hostil, la podredumbre imitando la omnipresencia de los astros, el odio confundiéndose con el aire y unos hombres de indumentaria verde olivo que saben gruñir a la manera de los lobos hambrientos.
El encierro desgarra, oprime. El eco del dolor llega a los huesos y deja una sombra que nada puede borrar.
De vuelta al hogar se vuelve a sonreír, se observa a la familia de un modo que queda entre el gozo y la estupefacción. Se hacen planes, la felicidad es algo tan sublime como un triunfo en esos primeros minutos del reencuentro, pero nada es igual.
Una parte del sistema nervioso ha sido demolido. Un leve padecimiento es ya una dolencia que enseñará sus garras regularmente.
Mientras escribo me acuerdo de Fidel Suárez Cruz. Lo conocí en mi última etapa del cautiverio en la prisión de Agüica, situada en el municipio de Colón a unos 100 kilómetros al este de la Ciudad de La Habana. Nos montaron en el carro-jaula rumbo al hospital.
No puedo memorizar si fue en agosto o septiembre de 2004. Lo que no olvido es la naturalidad de aquel pinareño. La pasión por sus ideales democráticos. Su inquebrantable actitud contestataria.
Sin él saberlo me transmitió un mensaje de aliento. Yo traté de corresponderle.
Hablamos, a pesar de la presencia de un par de guardias, del futuro, de nuestra inocencia y de la esperanza en lograr para Cuba un sistema socio-político viable, integrador y basado en normas jurídicas responsables.
Hubo un detalle que desconocía. Estaba delante de un masón, hecho que determinó la multiplicación de mis afectos. Éramos dos integrantes de una fraternidad asentada sobre pilares de solidaridad, sacrificio, virtud y decoro.
En el proceso judicial ocurrido en la primavera de 2003 estuvimos implicados 12 masones. Ninguno ha traicionado su compromiso en dar una lección de valentía y perseverancia en resistir las duras condiciones impuestas por las circunstancias.
Héctor Maseda, Víctor Rolando Arroyo, Nelson Aguiar Ramírez, Pedro Pablo Álvarez Ramos, son paradigmas de la resistencia, adalides que ponen en alto el nombre de la masonería. Los conozco personalmente y me place tenerlos en calidad de hermanos.
Valga una mención a Blas Giraldo Reyes, Antonio Díaz Sánchez, Alfredo Pulido, Eduardo Díaz Fleitas y los hermanos Luis Enrique Ferrer García y José Daniel Ferrer García.
Todos permanecen soportando con hidalguía la densidad de las tinieblas. Cumplen sus largas sanciones lejos de sus familiares, encerrados como fieras y viendo la fusta del odio caer sobre su existencia.
Ellos son parte de los casi 300 presos políticos y de conciencia que corren el riesgo de morir prematuramente. Algunos no tendrán la suerte de criar a sus hijos, otros se quedarán con los deseos de ver crecer a sus nietos.
Doy la voz de alarma frente a esos lugares amurallados donde las cercas de alambres de púas y las atalayas instan a desatar todos los horrores.
Varios reos comunes, me decían que había llegado al cementerio de hombres vivos. Tal aseveración asusta. Es demasiado veraz.
Es sencillamente una impregnación de óxido en el reloj biológico de los seres humanos que han tenido las desdicha de habitar en esos sitios donde los abismos se yerguen como cíclopes.
Basta con saber que un hombre está allí para decir que la muerte lo alcanzará más rápido. Uno, dos, tres años, quizás más, se escurrirán de su existencia.
No sé cuantos habré perdido en casi 21 meses bajo el ruido de los candados y los barrotes riéndose de mis infortunios.
La soledad, el trato hostil, la podredumbre imitando la omnipresencia de los astros, el odio confundiéndose con el aire y unos hombres de indumentaria verde olivo que saben gruñir a la manera de los lobos hambrientos.
El encierro desgarra, oprime. El eco del dolor llega a los huesos y deja una sombra que nada puede borrar.
De vuelta al hogar se vuelve a sonreír, se observa a la familia de un modo que queda entre el gozo y la estupefacción. Se hacen planes, la felicidad es algo tan sublime como un triunfo en esos primeros minutos del reencuentro, pero nada es igual.
Una parte del sistema nervioso ha sido demolido. Un leve padecimiento es ya una dolencia que enseñará sus garras regularmente.
Mientras escribo me acuerdo de Fidel Suárez Cruz. Lo conocí en mi última etapa del cautiverio en la prisión de Agüica, situada en el municipio de Colón a unos 100 kilómetros al este de la Ciudad de La Habana. Nos montaron en el carro-jaula rumbo al hospital.
No puedo memorizar si fue en agosto o septiembre de 2004. Lo que no olvido es la naturalidad de aquel pinareño. La pasión por sus ideales democráticos. Su inquebrantable actitud contestataria.
Sin él saberlo me transmitió un mensaje de aliento. Yo traté de corresponderle.
Hablamos, a pesar de la presencia de un par de guardias, del futuro, de nuestra inocencia y de la esperanza en lograr para Cuba un sistema socio-político viable, integrador y basado en normas jurídicas responsables.
Hubo un detalle que desconocía. Estaba delante de un masón, hecho que determinó la multiplicación de mis afectos. Éramos dos integrantes de una fraternidad asentada sobre pilares de solidaridad, sacrificio, virtud y decoro.
En el proceso judicial ocurrido en la primavera de 2003 estuvimos implicados 12 masones. Ninguno ha traicionado su compromiso en dar una lección de valentía y perseverancia en resistir las duras condiciones impuestas por las circunstancias.
Héctor Maseda, Víctor Rolando Arroyo, Nelson Aguiar Ramírez, Pedro Pablo Álvarez Ramos, son paradigmas de la resistencia, adalides que ponen en alto el nombre de la masonería. Los conozco personalmente y me place tenerlos en calidad de hermanos.
Valga una mención a Blas Giraldo Reyes, Antonio Díaz Sánchez, Alfredo Pulido, Eduardo Díaz Fleitas y los hermanos Luis Enrique Ferrer García y José Daniel Ferrer García.
Todos permanecen soportando con hidalguía la densidad de las tinieblas. Cumplen sus largas sanciones lejos de sus familiares, encerrados como fieras y viendo la fusta del odio caer sobre su existencia.
Ellos son parte de los casi 300 presos políticos y de conciencia que corren el riesgo de morir prematuramente. Algunos no tendrán la suerte de criar a sus hijos, otros se quedarán con los deseos de ver crecer a sus nietos.
Doy la voz de alarma frente a esos lugares amurallados donde las cercas de alambres de púas y las atalayas instan a desatar todos los horrores.
Varios reos comunes, me decían que había llegado al cementerio de hombres vivos. Tal aseveración asusta. Es demasiado veraz.
Publicado por Gabriel Gasave el 24 de enero de 2007