UN MASON EN LA CATEDRAL PORTEÑA
Por Ricardo E. Brizuela
Cuando el 17 de agosto de 1850, a las dos de la tarde, hizo crisis final la gastralgia del Libertador don José de San Martín en Boulogne Sur Mer, se iniciaba la batalla definitiva del héroe contra el olvido ingrato.
Había pasado mucho tiempo desde 1824, año en que saliera de su patria con destino a Europa en un exilio voluntario. Desde entonces, a excepción de un viaje de regreso que él frustrara voluntariamente en el puerto de Montevideo en 1829, se mantuvo prácticamente al margen del mundo de las nuevas repúblicas que había ayudado a construir. Entonces, un primer período soportó los ataques más virulentos de sus enemigos. Un encuentro con Bernardino Rivadavia no sirvió de nada: no pudieron conciliar sus posiciones distantes. A partir de allí, sin embargo, la figura de San Martín se opacó por un tiempo prolongado. Sólo en la década de los años cuarenta fue rescatado por otro grande de la historia argentina: Domingo Faustino Sarmiento. Ambos tenían en común los ideales marcados por su pertenencia a la masonería, como cientos de hombres públicos de la Argentina.
San Martín tomó contacto con ella cuando compartía la lucha contra los franceses con oficiales de Inglaterra, bajo las órdenes de William Carr Beresford, el mismo que pocos años antes intentara apoderarse de Buenos Aires.
Por ese entonces es iniciado en la Logia Integridad de Cádiz - donde militaba también quien fuera después su protector Alejandro Aguado, marqués de las Marismas - afiliándose luego a la de Caballeros Racionales, de la que el Marqués del Socorro general Francisco María Solano - del que era edecán San Martín – era Venerable Maestro. Allí conoció a la mayoría de los patriotas que luego lucharían a su lado en América.
Solano es muerto en extrañas circunstancias – seguramente el hecho tiene relación con los intereses políticos en juego en ese punto clave de la historia universal – y San Martín se traslada a Sevilla donde tiene reuniones con masones de esa ciudad. Transcurrido algún tiempo pide la baja para atender “sus intereses abandonados” en su tierra. Ningún interés tenía en Sudamérica en realidad el Libertador, como no fuera su asumido compromiso de preparar la independencia criolla.
Recibiendo ayuda de sir Charles Stuart se traslada a Londres, donde su benefactor es otro masón: el conde de Fife, que arregló todo lo relacionado con el viaje en la fragata “George Canning”. Al llegar a Buenos Aires funda con Carlos María de Alvear la Logia Lautaro.
Posteriormente hace lo mismo en Mendoza donde funda la Logia del Ejército de los Andes y asume como Venerable Maestro y en el Perú establece la Logia Paz y Perfecta Unión.
Cuando regresa al viejo mundo es recibido por el mismo conde Fife, permaneciendo en Escocia, en la localidad de Banff, como invitado del mismo, antes de trasladarse a Bruselas donde se incorpora a la Logia “La Parfaite Amitie”. Allí le fue ofrecido el mando militar de la campaña libertadora de los patriotas belgas. San Martín, sin embargo, se negó a asumir la jefatura libertaria y recomendó a su amigo – y también masón - el general español Juan van Hallen. Como prueba de reconocimiento la logia le entregó una medalla con su efigie que hoy se exhibe como documento irrefutable de la pertenencia del Libertador a la masonería.
Después de su muerte, en 1862 se inaugura su estatua y el acta de fundación es firmada por sus hermanos masones: Adolfo Saldías, Bartolomé Mitre, Santiago Albarracín, Eduardo Costa, Juan Andrés Gelly y Obes, José Matías Zapiola, Lucio Mansilla, Enrique Martínez y Manuel H. Aguirre.
Repatriados sus restos en 1880, el asentamiento de los mismos fue un tema complicado: la Iglesia planteó la imposibilidad de acogerlos porque según los cánones apostólicos romanos, estaba prohibido el depósito de los restos de un masón en un lugar consagrado. La cuestión se zanjó cuando se construyó un mausoleo al lado de la Catedral, pero fuera del recinto, aunque con la cabeza del cajón inclinada como símbolo de la predestinación al infierno de aquellos que mueren fuera del seno de la Iglesia.
Esta posición fue producto de primitivos enfrentamientos entre la masonería y la Iglesia (uno de ellos y no el menos importante fue la expulsión de los jesuítas del Rio de la Plata) aunque los mismos masones reconocen la existencia de Dios en su afirmación de respeto al Gran Arquitecto del Universo.
Volviendo a la circunstgancia de la repatriación de los restos del Libertador, la misma Iglesia cambió de criterio. Claro que en ese entonces entraron en vigencia múltiples y generosos créditos para reparaciones y refecciones de la Catedral con el argumento que allí se hallaban los restos del héroe.
Las autoridades eclesiásticas encontraron la forma de conciliar las prescripciones canónicas con criterios más terrenales, convencidas por argumentos de peso: así descansan hoy los restos del Libertador en la Catedral de Buenos Aires.
Muchos discuten todavía el caracter masón del Libertador, aunque hay pruebas contundentes. La misma masonería influyó en estos cuasi preconceptos con su característico hemetismo.
Hoy, sin embargo, nuevos vientos contribuyen a modernizar los canales de comunicación de la masonería argentina con la sociedad, y caen con esta actitud viejos prejuicios contra esta institución a la que pertenecieron los hombres que mas servicios prestaron al país en nuestra historia.