H.·. Virgilio Salinas Rodríguez
R:.L:.S:. "Cosmopolita 13" Nº 1.
GRAN LOGIA DEL NORTE DEL PERU
De forma empírica se puede aceptar que el lenguaje humano tiene tres niveles que coexisten de forma jerárquica. El primer nivel es el de las señales, el segundo el de los signos y el tercero el de los símbolos. El nivel de las señales corresponde a la gestualidad y oralidad. Gestos e interjecciones no apelan a significados o a interpretaciones sino son acciones comunicativas directas, es decir, una acción entre sujetos comunicantes, no necesariamente pensantes, aunque si mínimamente conscientes, esto es, se codeterminan en sus actividades. Las señales pueden ir dirigidas a la cooperación, la confrontación, etc., y son parte de la acción directa entre los seres. Un gesto de admiración facial es una señal, clara, que no apela a ningún significado, no necesita ser interpretado, no dice pero puede ser captado plenamente y la conducta se altera en función del mismo. Un grito de desesperación es igualmente posible de modificar la acción humana y coexisten con los demás niveles del lenguaje humano.
El siguiente nivel es el de los signos y que nació junto con la producción de herramientas. Cuando el ser humano produce sus herramientas externaliza contenidos mentales que pueden presentarse y representarse intersubjetiva-mente. Lo que implica el nacimiento de referentes a los cuales la comunidad puede acudir intersubjetivamente. En este caso, los signos re-presentan aquellos contenidos mentales que adquieren permanencia como tecnológicos.
Pero los signos no se mantienen atados a significados utilitarios, pues pueden deslizarse hacia nuevos significados mediante el arte ritual. La danza humana ritual se diferencia de la danza de las abejas por su carácter representacional. La abeja acciona conductas en otras abejas por medio de su danza, la danza humana acciona contenidos mentales que pueden re-presentarse una y otra vez. La oralidad deja de ser un lenguaje de señales para transformarse en un lenguaje de signos, un lenguaje articulado o instrumental.
El tercer nivel es el de los símbolos. Los símbolos nacen junto con la autoconciencia y con la conciencia de la muerte. No son meros signos sino que son proyecciones individualizadas de mentes ya personales. El símbolo no está destinado a ser referencial o a la comunicación, esta destinado a la autoconstrucción de la realidad personal. Cuando el lenguaje alcanza este nivel, el nivel de la autoconciencia, la comunidad se desliza hacia su desintegración, pues mientras los signos mantienen un universo cohesionado entre los individuos, los símbolos representan la rebelión. Un símbolo es una creación talvez determinada pero si espontánea de una conciencia que se desata de los lazos de la comunidad. Los símbolos se ensamblan en discursos que obedecen al principio de identidad porque son emitidos por entidades.
Cuando se llega al nivel simbólico se ha pasado de lo significativo a lo interpretativo. Luego el lenguaje simbólico es intencional, es decir, es un ejercicio de la voluntad sobre el mundo y solo secundariamente comunica. Cuando se inicia asimismo se inaugura el combate interpretativo entre identidades humanas, que cesa en la construcción de un mundo común basado en acuerdos y no en significados. El lenguaje simbólico exige interpretaciones pero no necesariamente apunta a la comunicación. A veces el individuo no quiere ser totalmente entendido y permanece en la ambigüedad, pues puede llegar a valer más la fuerza de la voluntad ejercida que cualquier significado. El lenguaje simbólico tiene antes que nada sentido, es decir, una dirección en la que se ejerce como voluntad sobre el mundo, y luego, tal vez y no necesariamente, significado.
Estos niveles de lenguaje humano coexisten en forma jerárquica y complementaria sin anularse entre si, por el contrario, constituyen una mixtura imposible de discernir. Es decir, símbolos-signos-señales es lo que tenemos.
Cuando el símbolo emana del individuo emana como una proyección en lo real y a través de lo real, esto es, cargado de un deseo de permanencia que constituye el futuro. El símbolo es de un determinado sujeto y por el se identifica a este. El símbolo, entonces, es más que un mero lenguaje, reconocimiento o representación. Es un acontecimiento de la propia identidad. Un acontecimiento que inscribe a uno mismo para los demás.
Cuando el símbolo se materializa, su materialidad no lo es todo. Queda también trazado el cordón que lo une a aquel que lo materializó. El símbolo no solo es un producto mental, también puede ser el que encadene a la propia mente. El sujeto no se desliza de su discurso, lo más que puede hacer es revelarse contra él, lo cual implica un trastorno de la voluntad.
El símbolo, aunque es la escritura del ego, se revela a los otros como signo. Ese es su peligro. La comunidad puede o no presentir que la representación ya no es inocente flujo del significado, sino proyección de un deseo. Allí esta el riesgo. Detrás de cada discurso simbólico no solo hay indicativos para el camino sino también están presente el ejercicio de un poder de seducción. No es otra cosa que la magia de apoderarse de los otros mediante el ejercicio de la creatividad simbólica. El hechicero penetra con su voluntad en la mente de sus congéneres no simplemente para demarcar la realidad, sino para imponerse como lo real y lo realizable, esto es, como amo del deseo.
Pero hay más posibilidades, el propio sujeto simbólico cae en las redes de sus propios símbolos porque al mismo tiempo que se descubre como una identidad, es decir como lo identificado en el símbolo, esta autorreferenciabilidad ya no puede ser olvidada. Es presa de sí mismo con las cadenas de su obrar simbólico, y a partir de allí esta obligado a su futuro y por lo tanto, y esto es lo que lo lleva a su muerte simbólica inevitable. Decir la propia palabra es aceptar la aniquilación a través de esta autoafirmación irrenunciable. En ese sentido no hay mucha diferencia entre discurso simbólico y acto criminal. El castigo por alcanzar la autoconciencia es quedar fuera del mundo tras una pared de símbolos.
Pronto, por el ejercicio de la proyección simbólica de la voluntad, el muro simbólico deja atrapado a los individuos, y a toda la comunidad, en un universo simbólico. Ya no hay una unilateralidad de signos con sus significados que permita la adherencia inocente a las cosas, hay un conflicto de interpretaciones individuales, de egos que quieren apoderarse de los otros. La concordia total solo es posible por el común sometimiento a una única interpretación. Esta interpretación única debe ofrecer alguna forma de inmortalidad y exigir el acatamiento implícito. A este acatamiento se le llama deber.
En el símbolo la mente ya no puede pertenecer al cuerpo sino a su obra. El cuerpo cae de la mente, que se vuelve alma incorpórea, y puede ser, entonces, víctima de ella en un oprobio de laceraciones que pueden coronarse en el suicidio. Suicidarse es acabar con las cadenas del pensamiento simbólico en un intento de volver al mundo a través de la absoluta negación de la propia voluntad. El ser simbólico, ese demonio, es la más solitaria de las criaturas, atrapada en el laberinto de su propio discurso sin un hilo que lo ayude a regresar al punto de partida. Una vez que se piensa ya no se puede dejar de pensar. La alternativa para el suicidio es el olvido o la locura. Enloquecer, sin embargo, es ser devorado por los propios símbolos. Es un auto devorarse producto de la debilidad, el exceso o la cobardía. En esto consiste ser cobarde: en no soportarse a uno mismo con toda la carga de la autoconciencia. El cobarde puede hallar su fuerza en obedecer para no pensar.
La obediencia es un buen camino para liberarse del peso de la soledad que se respira en el cerrado circulo de uno mismo. Obedeciendo se incorpora en el mundo. La creencia en un mito es precisamente el entregarse obediente a la voluntad ajena, es el enajenarse para sentir la entusiasta corriente del mundo pasar a través del propio cuerpo y la propia mente y no ser ese arriesgado caminante que construye su propio camino entre dos abismos: el del nacimiento y el de la muerte. Someterse es obtener la normalidad, aunque las cadenas con que se ata la mente se vuelvan casi invulnerables por la renuncia cometida. Los dominadores no absorben las conciencias de sus súbditos sin que exista la reciproca obediencia.
El que obedece levanta ídolos alrededor de los cuales pretende girar, y esos ídolos, porqué no, pueden ser humanos tan deseosos de hundirse en un mundo como él mismo. Así es como se tiene una jauría humana, lanzada hacia el futuro, deseosa de saborear las vísceras de la existencia para poder olvidar por un momento el sabor de la propia fuga.
El sujeto humano es una araña atrapada en su propia red de símbolos, este ha sido su riesgo, su tragedia y su proeza desde el principio. En su intento de desenredarse busca el mundo a través de los símbolos, y en esto consiste la ontología, o se busca a sí mismo, y en esto consiste la gnoseología y la lógica, o tratar de encontrar un camino auténtico, y en esto consiste la ética. Pero la filosofía, por lo menos hasta ahora, no ha sido su mayor solución.
La búsqueda del conocimiento mismo tiene sus propias trampas, en busca de un sendero se abona la idealidad de los símbolos con el martirio. La esperanza se inmola en los altares de la atemporalidad o del futuro, desmesurada por la impotencia o por el exceso de sueños. Otra opción moderna es abandonarse en el objeto, esto es, la ciencia objetiva y su expresión técnica.
El cuerpo humano ha dado su respuesta a esa mente dislocada por los símbolos, pues ya no tiene sexo sino sexualidad. El placer, esa descarga de la vida sobre el éter del alma, la vivifica por momentos, la une, la desprende de su soledad. El placer invita a encontrarse con los otros y con el mundo en el diálogo de los cuerpos y los símbolos. Esta opción ha sido otorgada. El hedonista en parte lo sabe, pero no ve más allá del placer mismo, aun sigue hundido en sí mismo y le basta con reiniciar una y otra vez esos intentos de recuperar la corporeidad. Gozar sin prisas del mundo y de la vida para ser mundo y para la vida: tal vez sea esa la respuesta al desgarro simbólico de la autoconciencia.
El ser autoconciente puede reír y puede llorar. Durante mucho tiempo ha pretendido la orgía en mares de lágrimas para transformarse a sí mismo en fuerza cósmica y echar al olvido su dolorosa separación de las fuentes. Debería pensar ahora en el juego y la risa. En eso consiste la seriedad de la existencia. Del mismo modo que los símbolos permiten enfocar destrucciones y autodestrucciones, responsabilidades y llantos culpables, del mismo modo pueden abrir la puerta al juego y la inocencia del juego, es decir, a la construcción de un mundo pletórico de posibilidades. Ya no más naturaleza, sino el artificio pleno, ya no más humanidad adolorida sino límpidos sueños entre las estrellas. De lo orgiástico a lo lúdico, ese es el camino. ¿Llegará el día en que por fin dejaran de realizarse desfiles militares y se vea corretear, en su lugar, a todos los niños en un mar de risas? Penosa e inocente pregunta.
Nietzsche resume diciendo: "Más ahora, decidme hermanos míos: ¿Qué es capaz de hacer el niño que ni siquiera el león haya podido hacer? ¿Para qué pues habría de convertirse en niño el león carnicero? Sí, hermanos míos, para el juego divino del crear se necesita un santo decir sí: el espíritu lucha ahora por su voluntad propia, el que se retiró del mundo conquista ahora su mundo."
Federico Nietzsche en el parágrafo 373 de "La Gaya Ciencia", titulado "Ciencia como prejuicio" y perteneciente al Libro Quinto, afirma: "Pretender que sólo está justificada la interpretación del mundo que os justifique a vosotros, que permita investigar y seguir trabajando científicamente en vuestro sentido una interpretación que no admita más que las operaciones de contar, calcular, pesar, ver y prender, es una torpeza y una ingenuidad. ¿No es, por el contrario, harto probable que precisamente lo más superficial y externo de la existencia sea lo que puede asirse antes que nada? ¿cuándo no lo único que puede asirse?. La interpretación científica del mundo, tal como vosotros la entendéis, bien podría ser, pues, después de todo, una de las más tontas, esto es, más abstractas, de todas las interpretaciones posibles del mundo. Les digo esto al oído y a la conciencia a los señores mecanicistas que hoy día se complacen en echarlas de filósofos y creen que la mecánica es la doctrina de las leyes primarias y últimas sobre cuyo fundamento se levanta por fuerza la existencia toda. ¡Pero un mundo esencialmente mecánico sería un mundo esencialmente carente de sentido!.Suponiendo que se fijara el valor de una pieza musical en base a la parte de ella susceptible de ser contada, calculada y reducida a fórmulas. ¡Cuán absurda sería esta valoración científica de la música! ¿Cuánto de ella sería comprendido y conocido? ¡Nada, absolutamente nada de lo que en ella es propiamente música!"
Supongamos que efectivamente todo este discurso humano no sea más que un mar de interpretaciones. El que así fuera no quita que busquemos orientarnos y tratar de llegar a alguna orilla. A esa orilla llamémosla verdad. ¿Cómo ir hacia ella? Simplemente navegando y ya veremos que pasa. Navegar es necesario, vivir no es necesario. La ciencia, pese a sus condescendencias con la barbarie, muestra, al menos, una manera de aproximarse a la orilla: atenerse a la exigencia del dato. La filosofía, por su parte, presupone el siguiente método general: el diálogo. Dialogar hace crecer la verdad dentro de nosotros, atenernos al dato nos ayuda a no exagerar el número de velas desplegadas. Todo a su tiempo. La pregunta es: ¿alcanzaremos esa orilla? En todo caso sigamos navegando, que para eso somos humanos.
Es tan cierto que las relaciones humanas están teñidas de egocentrismo como que el egocentrismo es una ilusión que debe superarse. Pero lo que no es cierto es que el concepto de poder sea contrario al concepto de rebelión: el poder es precisamente una rebelión del individuo contra la comunidad, contra la realidad, contra la necesidad. Una rebelión que consiste en colocar la competencia donde es posible la cooperación, la mentira donde es posible aclarar y sincerar, el despilfarro donde existe la necesidad. Sentirse poderoso es sentir que todo lo ajeno se puede enfrentar y efectivamente está enfrente, sentirse poderoso es no aceptar ser parte de... Ser poderoso es llevar a cabo esta rebelión. Ser poderoso se agota en la muerte.
Los símbolos solo comunican cuando son interpretados como meros signos, pero esta no es, en realidad, mas que una de las posibles formas en que actúan sobre lo real. Si se los proyecta sobre los objetos e instrumentos generan modelos de acción, abriendo la puerta a una actividad humana cada vez más fructífera. Si se los proyecta sobre la imaginación dan vida a un mundo virtual, el de las fantasías o pseudorealidades. La realidad misma puede ser recubierta con un manto de símbolos a través del cual la mirada humana se desliza no solo en un mirar, sino en un querer mirar de cierta manera, imprimiendo una visión del mundo al mundo. También pueden los símbolos retornar a la propia mente para "evolucionarla" en un proceso de autoconstrucción cada vez mas profundo y libre. Pero los símbolos no son la panacea que abre todos los caminos y resuelve todos los males, son también el laberinto en el que muchas veces la mente se pierde para no encontrar ya nunca mas el camino a lo real.
Los símbolos abren puertas pero también echan trampas. Lo fantástico, lo virtual, lo modélico, se deslizan mutuamente unos sobre otros y así la mente esta siempre en la frontera de una posible confusión o desastre. Pero no es este el mas caro precio que debe pagar el ser simbólico sino el verse fuera de lo paradisíaco, es decir, de la naturaleza. Efectivamente, la cualidad esencial de lo simbólico es ser artificial, desconectado no solo de lo natural de la conciencia, sino siendo antinatural. El ser humano, a través de lo simbólico, adquiere autoconciencia y se aparta de toda pertenencia a lo dado. Deja de girar en torno a lo presente y comienza a existir colgado del futuro o de la atemporalidad, en un balanceo arriesgado sobre los abismos de la inconsistencia y la perdida de referencias concretas. La perdida del contacto simple con el mundo lleva al ser simbólico a una autorreferencia que debe ser soportada como una carga. La libertad humana, la apertura hacia lo posible que aportan los símbolos, se paga con el dolor de unos límites implacables mas allá de los cuales solo existe lo otro, lo ajeno, lo inabarcable que sumerge la identidad en impotencia. La factibilidad contrapuesta a la posibilidad se presenta como carencia.
Así pues, la mente autoconciente debe bregar contra la muerte, el olvido, la ausencia de un centro al cual acudir o una instancia a la cual apelar. Infectada de símbolos, la lucidez de un cuerpo se aleja retenido por la animalidad. Un largo tanteo simbólico se inicia con la autorreferencia simbólica, por el cual la mente pretende retornar al cuerpo o al menos situarlo en sus esquemas, el hombre pretende retornar a la mujer, la conciencia humana a la vida. Ese tanteo en el que la ceguera va siendo sustituida por lo visionario también es, desde la impotencia, una búsqueda de la inmortalidad pura o de alguna forma de mortalidad trascendida en la inmortalidad. También es, si se quiere, el tanteo ciego en busca de la verdad.