En enero de 1814, en la posta de Yatasto,
los dos generales hablaron del curso de la revolucion.
Con todas sus esperanzas, toda la ansiedad y la historia por delante, en enero de 1812 José de San Martín -con sus casi 34 años por estrenar- emprendió el regreso a su tierra natal a bordo de la fragata inglesa George Canning. A poco de llegar y tras ponerse en contacto con la masonería local y los miembros de la Sociedad Patriótica comandada por Bernardo de Monteagudo, al futuro Libertador se le encargó una misión fundamental: frenar los ataques españoles que venían desde Montevideo. Qué distintas habrían sido nuestras infancias y nuestros entusiasmos patrióticos si antes de enseñarnos de memoria la Marcha de San Lorenzo nos hubieran explicado por qué se libró aquel combate, qué intereses estaban en juego o, aunque sea, qué quería decir "Febo". Nos tendrían que haber dicho, por ejemplo, que las fuerzas españolas de Montevideo llevaban adelante una férrea resistencia contra el gobierno de Buenos Aires y constituían un verdadero peligro para la continuidad de la Revolución.
En una carta dirigida al jefe de las fuerzas sitiadoras en Montevideo, Manuel de Sarratea, fechada el 25 de diciembre de 1812, el triunviro Paso le informaba de un plan del enemigo que se pondría en ejecución de un momento a otro y que consistiría en: "un desembarco en ésta [Buenos Aires] o en alguno de los puntos inmediatos por una combinación de los españoles europeos: una salida general contra el ejército sitiador: una expedición sobre baterías de Punta Gorda, Santa Fe o Bajada: otra igual sobre el Uruguay y contra el cuartel general en otro punto que nos corte el pasaje libre de nuestras correspondencias y pertrechos". Para frenar estas amenazas, a principios de 1813 se les encomendó a los Granaderos de San Martín su primera misión. Debían defender las costas del Paraná, atacadas por los españoles, que trataban de aliviar el bloqueo al puerto de Montevideo robando ganado y saqueando los poblados de la costa, causando graves daños a la economía regional. San Martín, que esperaba ansioso la oportunidad de entrar en combate, realizó un prolijo trabajo de inteligencia y pudo confirmar las sospechas de Paso.
Aquel 3 de febrero de 1813, el futuro Libertador libraría su único combate en territorio argentino. En apenas quince minutos de encarnizada lucha en la que estuvo seriamente en juego su vida, los realistas fueron barridos y dejaron en torno al convento 40 muertos, 14 heridos y prisioneros, dos cañones, 40 fusiles y una bandera. Las bajas de los patriotas fueron 16 muertos y 20 heridos. El objetivo militar se había cumplido: defender el Litoral desde Zárate hasta Santa Fe.
Políticamente, el triunfo de San Lorenzo aumentó el prestigio de San Martín y disipó todas las dudas de quienes, como Rivadavia, desconfiaban de su larga permanencia en los ejércitos españoles. Desde comienzos de 1813 funcionaba en Buenos Aires la Asamblea General Constituyente. Para muchos, entre los que se contaban San Martín y Belgrano, era la gran oportunidad para declarar la independencia y reafirmar la decisión de guerra a muerte con España.
Lamentablemente, los terratenientes porteños y su principal representante y presidente de la Asamblea, Carlos María de Alvear, no pensaban lo mismo.
El ex amigo y compañero de San Martín aprovechó la oportunidad que le brindaba el alejamiento del coronel -que se oponía a sus ambiciones centralistas- para crear un poder ejecutivo unipersonal, el Directorio. Corría el año 1814 cuando San Martín fue designado al frente del Ejército del Norte en reemplazo de su querido y admirado general Belgrano, que la venía peleando desde el inicio mismo de la Revolución. Éste había insistido en que se sentía más útil para las tareas de gobierno, donde podría haber puesto en práctica sus geniales y avanzadas propuestas económicas de reforma agraria y fomento de la industria. Pero, se sabe, esas ideas no les sonaban para nada simpáticas a los poderosos de Buenos Aires y uno de los más lúcidos cuadros políticos de la Revolución terminó de campaña militar en campaña militar.
Don Manuel conocía muy bien las penurias que pasaban sus soldados. Era el mismo hombre que compartía hasta la miseria con su tropa y que donó sin dudarlo, para la construcción de cuatro escuelas, 40.000 pesos oro de la época (el equivalente a 80 kilos de oro) que se le habían otorgado por sus triunfos militares. Aquel pensador extraordinario, pionero de la educación popular en nuestro país, que decía que se debía incluir en pie de igualdad a las mujeres, se cansaba de mandar partes en los que describía el estado de sus hombres, los que le ponían el pecho a las balas en la última avanzada contra los godos.
Por supuesto que los "señores" de Buenos Aires, que destinaban fondos millonarios para destruir a Artigas y que se repartían los beneficios del monopolio del puerto y de la Aduana, ni se dignaban contestarle. Hasta que a Belgrano le subió la temperatura más de lo previsto y les mandó este parte que los denunciaba magistralmente: "Digan lo que quieran los hombres sentados en sofás, o sillas muy bonitas que disfrutan de comodidades, mientras los pobres diablos andamos en trabajos: a merced de los humos de la mesa cortan, tasan, destruyen a los enemigos con la misma facilidad que empinan una copa (...) Si no se puede socorrer al Ejército, si no se puede pagar lo que éste consume, mejor es despedirlo".
Ya no esperaba respuestas y se le ocurrió repartir terrenos a cada regimiento para su cultivo; todos tuvieron una huerta abundante de hortalizas y legumbres, y de este modo, llenaron su necesidad y entretenían su equipo, porque los frutos que sobraban se vendían en beneficio de todos los soldados que los habían cultivado. Aquel querido Manuel, estimulado por los triunfos de Salta y Tucumán, había entrado con sus tropas al Alto Perú, pero los realistas habían recibido refuerzos y armas desde Lima y derrotaron a los patriotas en Vilcapugio el 1 de octubre de 1813 y en Ayohuma el 14 de noviembre. Belgrano, enfermo de paludismo, debió batirse en retirada con lo poco que pudo salvar.
Estos eran los hombres que se iban a encontrar bajo aquellos cielos y rodeados de esos maravillosos cerros para pensar la libertad de América, para ver cómo seguía la lucha sin cuartel. Sabían que sólo contaban con el coraje propio y de sus hombres y con la colaboración inestimable de aquel pueblo que aportaba hasta lo que no tenía, de aquellas mujeres y niños que armaban verdaderas redes de espionaje y logística. El encuentro entre los dos patriotas se produjo en enero de 1814 en la posta de Yatasto, donde tuvieron tiempo de conversar sobre el estado de la Revolución, de dolerse de la inoperancia e incomprensión del gobierno central y de coincidir en muchas cosas, entre ellas, en un par de certezas: estaban "abundantes de escasez" y "la soledad no dejaba de acompañarlos".
San Martín traía instrucciones reservadas del Directorio que le ordenaban remitir a Belgrano para ser juzgado por las derrotas de Vilcapugio y Ayohúma, pero estaba completamente en desacuerdo con la absurda disposición y se negó a entregar a su compañero.A partir de entonces, los senderos de la Revolución se irían bifurcando y la vida no los volvería a juntar físicamente. Creció entre ellos una relación de profunda amistad, expresada en innumerables cartas en las que se trasluce nítida la comprensión, la solidaridad, el apoyo político y la mutua admiración.
San Martín reorganizó el ejército y lo dejó en las mejores condiciones posibles. Pero sus pensamientos volaban hacia otra parte. Estaba absolutamente convencido de que las sucesivas derrotas en el Norte ya eran suficientes para demostrar que había que buscar otro camino para terminar definitivamente con el enemigo y su centro de poder en Lima. Con la tranquilidad y la admiración que le provocaban el gran Martín Miguel de Güemes y su pueblo en armas para encarar la defensa del Norte como nadie, se permitía comenzar a soñar con el plan continental de liberación.