Pese a ser el escritor español que más libros ha vendido en el mundo y a cosechar éxitos sin precedentes en Francia o EEUU, España se resiste aún a considerar a Vicente Blasco Ibáñez. ¿Su pecado? Hay quien cree que fue su vinculación a la masonería.
Por Javier Sierra
Dan Brown no creó el best seller. Tuvo un antecesor español hace casi 100 años que se llamó Vicente Blasco Ibáñez. En el bachillerato apenas me hablaron de él. Mis libros de literatura lo citaban de pasada como «el creador de la novela costumbrista valenciana». Y poco más. Nadie me enseñó que en 1919, cuando publicó en Estados Unidos su novela Los cuatro jinetes del Apocalipsis, se convirtió en el autor del momento.The New York Times dijo de él: «Es, sin lugar a dudas, la figura dominante en el campo de la ficción de este año». Y es que aquella obra que describía los horrores de la Primera Guerra Mundial, que él conoció de primera mano como corresponsal en las trincheras francesas, logró vender sólo en América más de 10 millones de copias. Desbancó a todos los libros de la contienda publicados en su tiempo y don Vicente se convirtió así en nuestro escritor más internacional. Sus jinetes inventaron el merchandising literario, saltando a las etiquetas de pastillas de jabón o a las cajas de cigarrillos. Fue nombrado doctor honoris causa en Letras por la Universidad George Washington. El propio Times lo entrevistó en el camarote del crucero que lo llevó a América, el Lorraine, y durante seis meses fue invitado a dar conferencias en iglesias, sinagogas y hasta en logias masónicas.
Allá TODAVIA LO RECUERDAN. Cuando la pasada primavera se lanzó en inglés mi novela La cena secreta y entró en las listas de superventas estadounidenses, el recuerdo de ese español intrépido aún perduraba. «¿Conoce usted la obra de Vicente Blasco Ibáñez?», me preguntaban sin pronunciar la eñe. Asentía sin convencimiento.¿Cómo iba a decirles que en España hoy es un autor casi olvidado? ¿Me creerían si les explicaba que ni siquiera leí un solo fragmento de su obra en mis años de escuela? ¿O que en su país es más conocido por las versiones cinematográficas de sus libros que por sus escritos?
Al regreso de mi gira, me prometí averiguar más del español que inventó el best seller. Aquél del que la prensa de la Costa Este dijo que los suyos eran los libros más vendidos de la Historia después de la Biblia. Lo que no esperaba era encontrarme con sus misterios.
Blasco Ibáñez nació en Valencia en 1867, y desde muy temprano sintió la necesidad de escribir. Terminó su primera novela a los 14 años, y antes de cumplir la mayoría de edad ya había fundado su propio periódico. Novelas como Los talismanes (1884) o La espada del templario (1887), escritas en su temprana adolescencia, me pusieron en guardia. Don Vicente fue un apasionado de la Historia y sus intrigas, y no estaba sólo obsesionado por la pobre y reprimida sociedad valenciana que le tocó vivir. Debía, pues, indagar más allá del tópico.
Pronto supe que su fascinación por lo inexplicable lo acompañó hasta sus últimos días. El año de su muerte en la Costa Azul francesa vio la publicación de En busca del Gran Khan (1928), una novela inspirada en los viajes de Colón a la que añadió un texto sobre los misterios que rodearon la personalidad del almirante.El propio Blasco Ibáñez llegó a decir que había dedicado 18 años a su enigma, e incluso sugirió su probable filiación judía para explicar por qué el descubridor de América siempre ocultó su cuna.
Pero su biografía me deparaba una sorpresa aún mayor: don Vicente, célebre en la España de su tiempo por sus ideas revolucionarias y antimonárquicas, era masón. Y, con seguridad, no uno cualquiera. A diferencia de Manuel Azaña, que se inició en la masonería en 1932 pero que jamás regresó a una de sus tenidas o reuniones, Blasco Ibáñez mantuvo una estrecha relación con ese movimiento.
Ingresó en la Logia Unión número 14 de Valencia el 28 de febrero de 1887. Hacía sólo un mes que había cumplido los 21, la edad preceptiva para ser iniciado. La misma edad, por cierto, en la que escribió La espada del templario, probablemente inspirada en el filo utilizado en su ceremonia de ingreso o en los muchos mitos del Temple asociados a la masonería.
Una vez dentro, y a la hora de adoptar su nombre de masón, apostó por el de Danton, dejando al descubierto otra de sus pasiones: la Revolución Francesa. En ella no sólo vio la coincidencia de sus ideales de Libertad, Igualdad y Fraternidad con los de la masonería, sino el reflejo de su propia personalidad política. Georges-Jacques Danton, insigne masón, fue uno de los que votó a favor del guillotinamiento de Luis XVI, aunque él mismo moriría bajo la cuchilla revolucionaria en 1794.
Gracias a las gestiones de Juan Antonio Sánchez, orador de la Logia Blasco Ibáñez de Valencia, pude acceder no sólo a su diploma de ingreso, firmado de su puño y letra en una de sus esquinas, sino a copias de los libros de cuotas de la Logia Acacia número 25 (hoy extinta), que pagó religiosamente durante años. Entre 1877 y 1888 se mudó de Unión a Acacia. «Y en ella», me explicó Sánchez, «Blasco Ibáñez ocupó mi mismo rango, el de orador. Él fue quien vigilaba que todo lo que se hacía en su logia se ejecutaba con arreglo a los reglamentos. También fue el encargado de redactar o expresar los términos finales de las decisiones de la logia».
Era lógico. En 1887, Blasco Ibáñez era ya un conocido periodista.Y aun siendo muy joven, la logia valoró su capacidad para hablar en público y le pidió que pronunciara encendidos discursos a favor del papel activo de la mujer en el tejido social de la época. El 3 de diciembre de aquel año, en una ceremonia que aceptó a mujeres y niños, dijo: «Los hijos de la luz trabajamos completamente solos, y la mujer, ese ser cuyas cadenas hemos roto y a la cual elevaremos a la categoría que le corresponde, nos maldice llena de horror ( ). ¿En qué consiste esto? En que la mujer y el niño están aún en poder del cura y del jesuita, en que todavía se acogen a la fría sombra de la iglesia Católica y se santiguan con horror a cada progreso que verifica la humanidad».
SE SINTIO PREDESTINADO. Sin duda, fueron su anticlericalismo y sus ideas revolucionarias las que marginaron sus obras de la escena cultural española tras la Guerra Civil. Se lo tildó de agnóstico, pero esa etiqueta estaba en franca contradicción con sus creencias más profundas. Una breve nota en uno de sus cuadernos nos da la verdadera dimensión de sus convencimientos íntimos.Fue redactada siete meses antes de su ingreso en la masonería, en julio de 1886, tras un accidente que sufrió mientras iba a visitar a su novia, María Blasco del Cacho. «He sido atropellado por dos tranvías frente a la alquería de María», escribió. «He creído morir, pero afortunadamente sólo he sufrido algunas contusiones.Parece que una mano sobrenatural me ha sacado de las ruedas.¡Ser inmenso y desconocido! ¿Me reservas, cuando así velas por mí, para algo grande?».
Su fe en la predestinación y en la «fuerza de lo inefable» lo condujo a desarrollar su gusto por Wagner. Las obras del compositor alemán estaban de moda en Europa, y a Blasco Ibáñez no debieron de pasarle desapercibidas sus alusiones esotéricas al Grial o los templarios. De hecho, bautizó a uno de sus hijos Sigfrido, en honor a la ópera del mismo nombre.
Blasco Ibáñez cometió varios errores que lo enemistaron con la crítica y lo alejaron de su consideración como escritor. El primero fue el de ser visto más como político que como novelista. Pero también el de navegar entre el periodismo y la literatura. El de ganar mucho dinero con sus obras -eso era «inmoral» para muchos-, logrando que sus contemporáneos de la Generación del 98 lo marginasen.Y, sobre todo, el de haber sido masón.
Por Javier Sierra
Dan Brown no creó el best seller. Tuvo un antecesor español hace casi 100 años que se llamó Vicente Blasco Ibáñez. En el bachillerato apenas me hablaron de él. Mis libros de literatura lo citaban de pasada como «el creador de la novela costumbrista valenciana». Y poco más. Nadie me enseñó que en 1919, cuando publicó en Estados Unidos su novela Los cuatro jinetes del Apocalipsis, se convirtió en el autor del momento.The New York Times dijo de él: «Es, sin lugar a dudas, la figura dominante en el campo de la ficción de este año». Y es que aquella obra que describía los horrores de la Primera Guerra Mundial, que él conoció de primera mano como corresponsal en las trincheras francesas, logró vender sólo en América más de 10 millones de copias. Desbancó a todos los libros de la contienda publicados en su tiempo y don Vicente se convirtió así en nuestro escritor más internacional. Sus jinetes inventaron el merchandising literario, saltando a las etiquetas de pastillas de jabón o a las cajas de cigarrillos. Fue nombrado doctor honoris causa en Letras por la Universidad George Washington. El propio Times lo entrevistó en el camarote del crucero que lo llevó a América, el Lorraine, y durante seis meses fue invitado a dar conferencias en iglesias, sinagogas y hasta en logias masónicas.
Allá TODAVIA LO RECUERDAN. Cuando la pasada primavera se lanzó en inglés mi novela La cena secreta y entró en las listas de superventas estadounidenses, el recuerdo de ese español intrépido aún perduraba. «¿Conoce usted la obra de Vicente Blasco Ibáñez?», me preguntaban sin pronunciar la eñe. Asentía sin convencimiento.¿Cómo iba a decirles que en España hoy es un autor casi olvidado? ¿Me creerían si les explicaba que ni siquiera leí un solo fragmento de su obra en mis años de escuela? ¿O que en su país es más conocido por las versiones cinematográficas de sus libros que por sus escritos?
Al regreso de mi gira, me prometí averiguar más del español que inventó el best seller. Aquél del que la prensa de la Costa Este dijo que los suyos eran los libros más vendidos de la Historia después de la Biblia. Lo que no esperaba era encontrarme con sus misterios.
Blasco Ibáñez nació en Valencia en 1867, y desde muy temprano sintió la necesidad de escribir. Terminó su primera novela a los 14 años, y antes de cumplir la mayoría de edad ya había fundado su propio periódico. Novelas como Los talismanes (1884) o La espada del templario (1887), escritas en su temprana adolescencia, me pusieron en guardia. Don Vicente fue un apasionado de la Historia y sus intrigas, y no estaba sólo obsesionado por la pobre y reprimida sociedad valenciana que le tocó vivir. Debía, pues, indagar más allá del tópico.
Pronto supe que su fascinación por lo inexplicable lo acompañó hasta sus últimos días. El año de su muerte en la Costa Azul francesa vio la publicación de En busca del Gran Khan (1928), una novela inspirada en los viajes de Colón a la que añadió un texto sobre los misterios que rodearon la personalidad del almirante.El propio Blasco Ibáñez llegó a decir que había dedicado 18 años a su enigma, e incluso sugirió su probable filiación judía para explicar por qué el descubridor de América siempre ocultó su cuna.
Pero su biografía me deparaba una sorpresa aún mayor: don Vicente, célebre en la España de su tiempo por sus ideas revolucionarias y antimonárquicas, era masón. Y, con seguridad, no uno cualquiera. A diferencia de Manuel Azaña, que se inició en la masonería en 1932 pero que jamás regresó a una de sus tenidas o reuniones, Blasco Ibáñez mantuvo una estrecha relación con ese movimiento.
Ingresó en la Logia Unión número 14 de Valencia el 28 de febrero de 1887. Hacía sólo un mes que había cumplido los 21, la edad preceptiva para ser iniciado. La misma edad, por cierto, en la que escribió La espada del templario, probablemente inspirada en el filo utilizado en su ceremonia de ingreso o en los muchos mitos del Temple asociados a la masonería.
Una vez dentro, y a la hora de adoptar su nombre de masón, apostó por el de Danton, dejando al descubierto otra de sus pasiones: la Revolución Francesa. En ella no sólo vio la coincidencia de sus ideales de Libertad, Igualdad y Fraternidad con los de la masonería, sino el reflejo de su propia personalidad política. Georges-Jacques Danton, insigne masón, fue uno de los que votó a favor del guillotinamiento de Luis XVI, aunque él mismo moriría bajo la cuchilla revolucionaria en 1794.
Gracias a las gestiones de Juan Antonio Sánchez, orador de la Logia Blasco Ibáñez de Valencia, pude acceder no sólo a su diploma de ingreso, firmado de su puño y letra en una de sus esquinas, sino a copias de los libros de cuotas de la Logia Acacia número 25 (hoy extinta), que pagó religiosamente durante años. Entre 1877 y 1888 se mudó de Unión a Acacia. «Y en ella», me explicó Sánchez, «Blasco Ibáñez ocupó mi mismo rango, el de orador. Él fue quien vigilaba que todo lo que se hacía en su logia se ejecutaba con arreglo a los reglamentos. También fue el encargado de redactar o expresar los términos finales de las decisiones de la logia».
Era lógico. En 1887, Blasco Ibáñez era ya un conocido periodista.Y aun siendo muy joven, la logia valoró su capacidad para hablar en público y le pidió que pronunciara encendidos discursos a favor del papel activo de la mujer en el tejido social de la época. El 3 de diciembre de aquel año, en una ceremonia que aceptó a mujeres y niños, dijo: «Los hijos de la luz trabajamos completamente solos, y la mujer, ese ser cuyas cadenas hemos roto y a la cual elevaremos a la categoría que le corresponde, nos maldice llena de horror ( ). ¿En qué consiste esto? En que la mujer y el niño están aún en poder del cura y del jesuita, en que todavía se acogen a la fría sombra de la iglesia Católica y se santiguan con horror a cada progreso que verifica la humanidad».
SE SINTIO PREDESTINADO. Sin duda, fueron su anticlericalismo y sus ideas revolucionarias las que marginaron sus obras de la escena cultural española tras la Guerra Civil. Se lo tildó de agnóstico, pero esa etiqueta estaba en franca contradicción con sus creencias más profundas. Una breve nota en uno de sus cuadernos nos da la verdadera dimensión de sus convencimientos íntimos.Fue redactada siete meses antes de su ingreso en la masonería, en julio de 1886, tras un accidente que sufrió mientras iba a visitar a su novia, María Blasco del Cacho. «He sido atropellado por dos tranvías frente a la alquería de María», escribió. «He creído morir, pero afortunadamente sólo he sufrido algunas contusiones.Parece que una mano sobrenatural me ha sacado de las ruedas.¡Ser inmenso y desconocido! ¿Me reservas, cuando así velas por mí, para algo grande?».
Su fe en la predestinación y en la «fuerza de lo inefable» lo condujo a desarrollar su gusto por Wagner. Las obras del compositor alemán estaban de moda en Europa, y a Blasco Ibáñez no debieron de pasarle desapercibidas sus alusiones esotéricas al Grial o los templarios. De hecho, bautizó a uno de sus hijos Sigfrido, en honor a la ópera del mismo nombre.
Blasco Ibáñez cometió varios errores que lo enemistaron con la crítica y lo alejaron de su consideración como escritor. El primero fue el de ser visto más como político que como novelista. Pero también el de navegar entre el periodismo y la literatura. El de ganar mucho dinero con sus obras -eso era «inmoral» para muchos-, logrando que sus contemporáneos de la Generación del 98 lo marginasen.Y, sobre todo, el de haber sido masón.