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Napoleón Re y las diabluras a Rubén en su iniciación masónica

Por Jorge Eduardo Arellano


La noche del viernes 24 de enero de 1908, Rubén Darío ingresó formalmente a la masonería. Uno de sus padrinos fue el médico, orador y poeta, Manuel Maldonado (1864-1945) y al solemne acto de iniciación asistieron respetabilísimos masones de once nacionalidades, residentes en la capital: 1 polaco, 1 español, 1 norteamericano, 2 ingleses, 2 alemanes, 2 italianos, 21 franceses, 2 costarricenses, 2 guatemaltecos, 4 hondureños y, al menos, una docena de nicaragüenses. Ellos habían sido convocados a la Logia Progreso nº 1 de Oriente de Managua.

Así lo refirió un testigo: el español Dionisio Martínez Sanz (1879-1971) en testimonio difundido en la Página de Opinión de El Nuevo Diario, correspondiente al sábado 23 de enero de este año. Pero, por razones de espacio, no lo reproduje completo: faltó el aspecto histriónico del ritual que ahora transcribo, tomado del libro de Martínez Sanz: Montañas que arden (León, Editorial Hospicio, 1963). Antes quisiera aportar los datos biográficos de una de las personalidades masónicas presentes en dicha iniciación: Napoleón Re (Milán, Italia, 1866- Managua, Nicaragua, 31 de marzo, 1931), es decir: una de las víctimas del primer terremoto capitalino del siglo XX.

Egresado de Ingeniero Arquitecto de la Escuela Superior de Ingeniería de su ciudad natal, vino a Nicaragua en 1892, radicándose en Managua; dos años después se unió en matrimonio a Rosaura Fonseca, con quien procreó dos hijos: Humberto y Margarita Re Fonseca. El 24 de diciembre de 1926 fallecía su esposa y en 1930 contrajo segundas nupcias con Ofelia Correa. El niño Mario Re Correa nació de este matrimonio.

Su carrera masónica la hizo Re en la Logia Progreso Nº 1, ingresando a ella el 4 de mayo de 1900. Recibió los grados de Compañero y de Maestro, respectivamente, el 4 de septiembre y el 18 de diciembre del mismo año. Y el 26 de agosto de 1903 le fue otorgado el grado 18. Como profesional, construyó el Campo de Marte, la fortaleza de Tiscapa, el primer templo masónico, la Casa Bárcenas y su chalet “La Palacina”, los tres últimos destruidos por el terremoto de 1931.

Pasando a la parte complementaria del testimonio de Martínez Sanz, dice: “He referido el aspecto serio de la iniciación en la masonería del grande hombre. ¿Por qué no contar algo de los sustos que le hicimos pasar al mínimo Rubén? El local que ocupaba la Logia Progreso, en la época a que me estoy refiriendo, era la casa que fue de don Fabio Carnevallini, frente al ahora Palacio de Comunicaciones. El patio era grandísimo, con árboles frutales, matas de plátano, y hasta había restos de materiales para edificar. Con todo esto, nos dábamos gusto los traviesos y armábamos una serie de obstáculos para someter a los profanos a una serie de pruebas, al parecer tan ridículas, pero tan necesarias a la parte simbólica y filosófica de la masonería.

Para la iniciación de Darío, por tratarse de personalidad tan respetable, hicimos las menos diabluras posibles. Pero sí, armamos un cerrito que, por un lado, tenía escalones de piedras labradas, y por el otro, piedras irregulares rodadizas. Ayudado por los expertos, subió Rubén, con los ojos vendados, el lado de los escalones; y al descender por la parte opuesta, las piedras se corrieron, se rodaron, el cuerpo que parecía que iba a dar a un abismo. Una voz dijo: ‘Dejadle que se despeñe; que se acabe de una vez este pecador’; pero otra rectificó inmediatamente: ‘Detenedle; todavía se puede salvar’.

Claro. Todo estaba bien dispuesto, y no pasó a más que recibir un gran susto el nervioso novato postulante. Una vez Rubén dentro de la Logia, concluida la ceremonia y pronunciados los discursos de salutación al neófito, se le instó a que hiciera uso de la palabra para que manifestara sus impresiones, y si tenía algo que objetar a cuanto había visto y oído en esa noche. Darío se puso de pie y con voz pausada dijo: ‘Señores: ahora que he visto la luz, y que me veo rodeado de caballeros, manifiesto a ustedes que lo que más me ha impresionado esta noche han sido unas palabras que, al casi rodar mi cuerpo por unas piedras, alguien dijo: ‘Dejadle que se despeñe; que se acabe de una vez este pecador”, y otras que, a continuación, en diferente tono, se oyeron: ‘Detenedle; todavía se puede salvar’. Yo señores, no olvidaré estas últimas palabras, y haré por mantener en alto mi espíritu. Agradezco el abrazo que cada uno de ustedes me ha dado, y esta noche siempre estará en mi memoria’.

No dudo que, en la memoria de Rubén Darío, estuvieran de por vida las impresiones que recibió aquella noche del 24 de enero del año octavo de este siglo, pues en la mía —a través de los tantos que han transcurrido— están vivos como si hubiera sucedido ayer. Veo a Rubén, en el Cuarto de Reflexiones, que al quitarle la venda de sus ojos, se encontró con sus dos acompañantes —uno de ellos el suscrito— enfundados en negros capuchones, con negro antifaz, en una habitación terrorífica con paredes y techo completamente negros, con resaltantes inscripciones en blanco, de tan reales y tremendas significaciones, con la figura de la parca Atropos de guadaña al hombro; un duro taburete, una escueta mesita, una pluma y un tintero; una calavera y un reloj de arena; símbolos todos de la incontenible marcha de la vida hacia la muerte… se puso a temblar.

Hubo un momento en que pareció que Rubén quería salir de tan tétrico recinto. Sin embargo, se sobrepuso y tendió su mirada a las diferentes leyendas. Le insinuamos que tomara asiento; lo hizo, y se calmó. Pero pronto le llegó otro momento de apuros, y fue al presentarle el formulario para que contestara a las preguntas que en él se hacen a los profanos, y que entre los iniciados se llama ‘Testamento masónico’. Rubén Darío, aquel cerebro que produjo cosas tan sabias y bellas, no sabía cómo principiar. Lo dejamos completamente solo en aquel Cuarto de Reflexiones. Cuando al rato volvimos, no había dado una plumada, y manifestó no saber qué decir. Le dijimos que podía hacerlo en forma lacónica y sencilla y, tomándose para ello buen rato, en forma lacónica y sencilla lo hizo. Y lo firmó.

A mediados de 1908, Darío se fue otra vez para Europa. El general José Santos Zelaya, le nombró Ministro residente ante el Rey de España. Con este motivo, la colonia española en Nicaragua le dio una recepción que se llevó a cabo en el establecimiento “La Sirena”, del gran amigo de Rubén Darío, Monsieur Luis Layrac. En esa tarde tuve ocasión de hablar a solas con Darío, le diera algunas lecciones de cómo habría de presentarse en las Logias de España.

Cuando en diciembre de 1915, Rubén retornó a su patria, ya venía muy enfermo. Fui a visitarle. Pero, teniendo en cuenta su delicado estado de salud, no era oportuno tratar de averiguar sus actividades en la masonería europea y los escalones que en ella subió. Nos concretamos a hablar algo de la Madre Patria, y Darío, aún con su parquedad, me habló de los grandes días pasados en ella. De su cariño para el que consideraba su padre espiritual, don Juan Valera. De sus largas veladas en los suntuosos salones de doña Emilia Pardo Bazán. De sus íntimos afectos para una española de apellido Sánchez, y del entrañable amor para un hijo, que en brazos de esa había dejado en España. Nos estrechamos las manos. Fue el último apretón que nos dimos. A los pocos días se trasladó para León, la Metrópoli.

Cuando murió Rubén, fui a León. Los funerales fueron una apoteosis. En la gradería, frente a la puerta de la Catedral, cerca de la tribuna en que habría de pronunciar la oración fúnebre el doctor Santiago Argüello, al bajar a tierra los restos de Darío, tomé lugar con tiempo. Quise oír bien; en aquel tiempo no había magnavoces. Debido al largo recorrido por las calles de la Ciudad Universitaria, cuando el féretro con los restos del aeda llegó frente a la Basílica, era completamente de noche; pero como el número de antorchas de rajas de pino que portaba la multitud eran tantas, todo resultaba visible como en el más claro día. Dio principio el orador, y recuerdo que, desde sus primeras palabras, salió en un tono altísimo. Yo creí que no pudiera resistir su garganta semejante esfuerzo. Sin embargo, en el mismo altísimo tono siguió y terminó el extenso y magistral discurso, propio de la rica y bien cultivada mentalidad de Santiago Argüello, y digno para quien iba dirigido: al espíritu de Rubén Darío, el más preclaro hijo de Nicaragua.”

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