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Los masones proponen

Antoni Castillo, gran maestro de la logia de Oriente catalana, ayer, en la biblioteca Arús de Barcelona. Foto: FRANCESC CASALS.

En la Biblioteca Arús de Barcelona se descubrió ayer una placa de recuerdo a Rossend Arús, promotor de la masonería catalanista a finales del siglo XIX

JOSEP-MARIA URETA

La tradición exige que cada vez que un gran maestro de la masonería toma posesión, si es en Barcelona, ha de pasar por la biblioteca Arús para exponer sus criterios de gobierno. En esta ciudad, hay cuatro logias que tienen sede principal –oriente–, en su vocabulario. Ayer le tocaba a una de las más clásicas, la que reivindica su conexión directa con Rossend Arús, librepensador del siglo XIX, republicano partidario de Pi i Margall, y que estableció que su herencia –su casa modernista, llena de libros, en el paseo de Sant Joan– fuera pública tras su muerte. Así lo mantienen el ayuntamiento y la diputación, bajo la gerencia de Josep Brunet. Un palacete que ha conseguido esquivar, por fortuna, la voracidad visitante de la ruta modernista.

La cuestión previa era saber quién habían pedido colgar una placa de mármol en la entrada del edificio en homenaje a Rossend Arús. Según la convocatoria, «el gran Orient de Catalunya». ¿Cuál de las cuatro logias? Una de las que las que no es regular (católicos, que excluyen a mujeres) sino liberal: aceptan a creyentes o ateos, y a mujeres. Una logia de 220 seguidores, veinte de los cuales se habían reunido minutos antes en una cafetería con terraza del paseo de Sant Joan con Ausias March. La mayoría de hombres, con atuendo negro (algunos con una hoja de acacia de latón en la solapa). Las mujeres, más a su aire. El serenísimo gran maestro, Antoni Castillo, se identificó enseguida. Ingeniero jubilado de empresa pública, conversador sin fin (las tenidas propias de la institución) recibía con los tres besos de rigor a los hermanos. Muy convencidos de su militancia, pero exigentes –aún– de que se les conozca por sus apodos en la organización. Así se puede conocer a Arístides, un joven violinista de gran proyección; a Ellington, periodista de un diario de gran difusión; a Wolfang Amadeus, expolicía que llegó al Gran Oriente de Barcelona a través de una logia egipcia; a Samanta, que regresaba de Nueva York, donde había conectado con otros masones.

Todos con nombre ficticio, pese a ser innecesario, pero reflejo de la vigencia del temor de que si alguien se proclama masón en su entorno familiar o laboral aún puede ser víctima de los prejuicios. Y eso que esa declaración hoy no va más allá del acto que se vivió ayer por la tarde: Hay gente a la que le gusta leer, pensar y debatir por su cuenta, en un entorno de libertad, aunque se sientan muy diferentes a los demás; y deciden hacerse masones. Castillo insistió: «Somos una escuela de crecimiento personal, trabajamos para mejorar a la sociedad». De lo más normales, como hace un siglo.

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