Por el R:.H:. Luis A. Riveros(*)
Toda la educación debe ser laica en la medida en que seamos capaces de presentar ante nuestros niños y jóvenes las verdades fundamentales, practicando el “Conocer para creer”.
El laicismo brindó una larga lucha republicana durante las tres primeras décadas del siglo XX por lograr independencia entre el Estado chileno y la Iglesia. No estuvo tal debate desprovisto de fuerte controversia, en la cual terciaron tanto los viejos adalides de la masonería, fuerte en el sector educacional y con influencia en los gobiernos de la República, aún de distinto sello, como asimismo los más conspicuos conductores de la Iglesia. José María Caro, por ejemplo, más tarde cardenal de la misma, escribió un opúsculo en los tempranos ’30, denominado “Descorriendo el velo”, en el cual acusaba a la masonería de una serie de prácticas que la convertirían en una institución execrable. El progreso en materia intelectual, la mayor apertura que ha ido logrando la sociedad chilena, la mayor tolerancia y respeto por las ideas ajenas, y la evidente mayor diversidad que prevalece a nivel de la composición social, han puesto esos viejos debates en una perspectiva distinta y mayormente constructiva.
Quizás tuvimos que esperar mucho. La experiencia de las dictaduras en el mundo durante el siglo pasado, nos enseñó que la tolerancia era efectivamente una herramienta de progreso social que debía conseguirse activamente. La intolerancia había conducido a la tragedia nazi en Europa, como también al desastre que significó para España su guerra civil y la posterior dictadura franquista. El ideologismo sumado a la intolerancia llevaron a las dictaduras tras la cortina de hierro, que silenciaron y persiguieron a quienes no compartían las opiniones oficiales. Fue esa intolerancia la que condujo progresivamente a la sociedad chilena a un enfrentamiento que terminó trágicamente y que se prolongó en una dictadura militar que persiguió por ideas. Por eso, la discusión sobre laicismo y tolerancia se coloca hoy en una perspectiva distinta, separando los temas políticos de aquellos religiosos, luego de haberse experimentado tanto dolor y fracaso en medio de tanto sufrimiento de sociedades enteras.
La lucha del laicismo hoy, en todo el mundo, se vincula con defender la libertad de pensamiento, ese viejo ícono de las sociedades occidentales construidas durante el siglo XIX y comienzos del XX. Libertad que necesita, indudablemente, que el Estado no responda a un cierto pensamiento, un conjunto de ideas que lo hagan parte de uno de los sectores que se disputan la fe de los creyentes. En el ámbito del respeto por todos se ha ido avanzando en construir estados que no sólo han de respetar, sino proteger el pensamiento de todos, como sus opciones valóricas, religiosas y políticas. En tiempos de las viejas luchas por el Estado laico, eso era visto como un simple desaire a la potestad que debía ejercer la religión mayoritaria sobre las demás, garantizando ser una especie de vigilantes respaldados por un potente Estado; la Inquisición no fue sino una muestra de esa forma de “protección”. Hoy nos resulta más natural aceptar que hay distintas formas de ver al mundo, que todas deben respetarse y que el esfuerzo común debe estar justamente en eso: construir normas de mutuo respeto. En definitiva, eso es la democracia en su perspectiva más profunda y significativa.
Por eso hoy también en muchos países, la masonería y las iglesias trazan caminos compartidos por construir ese respeto por las instituciones y por la libertad del hombre, protegiendo la diversidad esencial en nuestra sociedad humana. En el pasado las luchas eran más encarnizadas, como también las persecuciones que aludían a los masones como practicantes de ritos infernales o simplemente ofensivos al pensamiento religioso. Hoy, cuando muchos masones pertenecen a los distintos credos religiosos y se comprometen a buscar una verdad en común, bajo la aceptación de las ideas de otros y una fórmula común que les permita a cada cual adorar a su propio Dios, las cuestiones han pasado a un terreno menos emocional y mucho más racional. Al fin y al cabo, se descubre que al final del camino es el humanismo la gran piedra angular para construir una sociedad de respeto, crecimiento moral e intelectual y protección a las ideas de cada uno.
Muchas veces se ha hablado de educación laica como opuesta a aquella que se brinda bajo el amparo de una iglesia. En verdad, toda la educación debe ser laica en la medida en que seamos capaces de presentar ante nuestros niños y jóvenes las verdades fundamentales, practicando el “Conocer para creer”. Laicos y religiosos tienen mucho que compartir en el marco del respeto mutuo y de las preocupaciones compartidas por el ser humano, su progreso y realización material.
(*) Candidato a Gran Maestro de la Gran Logia de Chile.
Toda la educación debe ser laica en la medida en que seamos capaces de presentar ante nuestros niños y jóvenes las verdades fundamentales, practicando el “Conocer para creer”.
El laicismo brindó una larga lucha republicana durante las tres primeras décadas del siglo XX por lograr independencia entre el Estado chileno y la Iglesia. No estuvo tal debate desprovisto de fuerte controversia, en la cual terciaron tanto los viejos adalides de la masonería, fuerte en el sector educacional y con influencia en los gobiernos de la República, aún de distinto sello, como asimismo los más conspicuos conductores de la Iglesia. José María Caro, por ejemplo, más tarde cardenal de la misma, escribió un opúsculo en los tempranos ’30, denominado “Descorriendo el velo”, en el cual acusaba a la masonería de una serie de prácticas que la convertirían en una institución execrable. El progreso en materia intelectual, la mayor apertura que ha ido logrando la sociedad chilena, la mayor tolerancia y respeto por las ideas ajenas, y la evidente mayor diversidad que prevalece a nivel de la composición social, han puesto esos viejos debates en una perspectiva distinta y mayormente constructiva.
Quizás tuvimos que esperar mucho. La experiencia de las dictaduras en el mundo durante el siglo pasado, nos enseñó que la tolerancia era efectivamente una herramienta de progreso social que debía conseguirse activamente. La intolerancia había conducido a la tragedia nazi en Europa, como también al desastre que significó para España su guerra civil y la posterior dictadura franquista. El ideologismo sumado a la intolerancia llevaron a las dictaduras tras la cortina de hierro, que silenciaron y persiguieron a quienes no compartían las opiniones oficiales. Fue esa intolerancia la que condujo progresivamente a la sociedad chilena a un enfrentamiento que terminó trágicamente y que se prolongó en una dictadura militar que persiguió por ideas. Por eso, la discusión sobre laicismo y tolerancia se coloca hoy en una perspectiva distinta, separando los temas políticos de aquellos religiosos, luego de haberse experimentado tanto dolor y fracaso en medio de tanto sufrimiento de sociedades enteras.
La lucha del laicismo hoy, en todo el mundo, se vincula con defender la libertad de pensamiento, ese viejo ícono de las sociedades occidentales construidas durante el siglo XIX y comienzos del XX. Libertad que necesita, indudablemente, que el Estado no responda a un cierto pensamiento, un conjunto de ideas que lo hagan parte de uno de los sectores que se disputan la fe de los creyentes. En el ámbito del respeto por todos se ha ido avanzando en construir estados que no sólo han de respetar, sino proteger el pensamiento de todos, como sus opciones valóricas, religiosas y políticas. En tiempos de las viejas luchas por el Estado laico, eso era visto como un simple desaire a la potestad que debía ejercer la religión mayoritaria sobre las demás, garantizando ser una especie de vigilantes respaldados por un potente Estado; la Inquisición no fue sino una muestra de esa forma de “protección”. Hoy nos resulta más natural aceptar que hay distintas formas de ver al mundo, que todas deben respetarse y que el esfuerzo común debe estar justamente en eso: construir normas de mutuo respeto. En definitiva, eso es la democracia en su perspectiva más profunda y significativa.
Por eso hoy también en muchos países, la masonería y las iglesias trazan caminos compartidos por construir ese respeto por las instituciones y por la libertad del hombre, protegiendo la diversidad esencial en nuestra sociedad humana. En el pasado las luchas eran más encarnizadas, como también las persecuciones que aludían a los masones como practicantes de ritos infernales o simplemente ofensivos al pensamiento religioso. Hoy, cuando muchos masones pertenecen a los distintos credos religiosos y se comprometen a buscar una verdad en común, bajo la aceptación de las ideas de otros y una fórmula común que les permita a cada cual adorar a su propio Dios, las cuestiones han pasado a un terreno menos emocional y mucho más racional. Al fin y al cabo, se descubre que al final del camino es el humanismo la gran piedra angular para construir una sociedad de respeto, crecimiento moral e intelectual y protección a las ideas de cada uno.
Muchas veces se ha hablado de educación laica como opuesta a aquella que se brinda bajo el amparo de una iglesia. En verdad, toda la educación debe ser laica en la medida en que seamos capaces de presentar ante nuestros niños y jóvenes las verdades fundamentales, practicando el “Conocer para creer”. Laicos y religiosos tienen mucho que compartir en el marco del respeto mutuo y de las preocupaciones compartidas por el ser humano, su progreso y realización material.
(*) Candidato a Gran Maestro de la Gran Logia de Chile.