Las Virtudes de la Maestría Masónica .•.
Llamados a asociarnos a la Grande Obra de la Construccio?n Universal, debemos ante todo entrar en posesio?n del utensilio necesario. Este instrumento de trabajo es nuestro organismo, construido en vista de la tarea que nos incumbe. Es e?ste, un edificio cuyas piedras constitutivas son ce?lulas vivientes; pero este conjunto, posee su autonomi?a fisiolo?gica y la inteligencia soberana no gobierna jama?s al animal de una manera absoluta. Sofocada por el instinto al principio de la vida, no se afirma sino poco a poco con la edad de la razo?n; despue?s entra a luchar con las pasiones para no predominar sino tardi?amente, cuando e?stas se han calmado. Hacerse maestro de si? mismo corresponde, pues, en una parte ampli?sima al programa de la vida. Tomamos posesio?n poco a poco de nuestros o?rganos y de nuestras facultades sin llegar, lo ma?s a menudo, a realizar todas las posibilidades. Ahora bien, la iniciacio?n nos invita bajo este respecto a sobrepasar la medida comu?n: lo que distingue al Iniciado, es que e?l se posee a si? mismo mejor y ma?s completamente que la vulgaridad de los humanos. Pero la tarea es ardua; tambie?n las exigencias son proporcionadas al grado inicia?tico alcanzado. Ponie?ndose al orden, el Aprendiz da a entender simbo?licamente que se domina en materia cerebral, colocada en escuadra bajo el mento?n, su mano preserva a la cabeza de toda agitacio?n que suba del pecho donde hierven las pasiones. El nuevo Iniciado juzga con calma, imparcialmente, como buscador sincero y desinteresado de la verdad. Pero no basta asegurarse una laudable serenidad especulativa. Si nos empen?amos en formarnos ideas lo ma?s justas posibles, no es por el diletantismo, por el placer de la argumentacio?n, o por complacernos este?rilmente en una mentalidad superior. Si queremos ver claro, es a fin de obrar con discernimiento. La accio?n es nuestro fin y no la especulacio?n. Ahora bien, no es el cerebro el que estimula nuestra actividad, porque e?sta procede del sentimiento cuyo o?rgano simbo?lico es el corazo?n. Corresponde, pues, al Compan?ero, que es el realizador por excelencia, sobrepasar al Aprendiz en el dominio, de si? mismo. A la disciplina cerebral agrega la de la sentimentalidad: somete a la inteligencia las fuerzas que hacen obrar; las coordina sin debilitarlas y las aplica con criterio. Sus pasiones le sirven porque ha sabido dominarlas. El Maestro concluye por someter todo lo que debe obedecer. Su maestri?a se extiende hasta los instintos que dominan a la bestia humana. No los suprime, porque son necesarios; pero los subyuga, como lo da a entender la actitud caracteri?stica del tercer grado. De la garganta, la mano se lleva hasta colocarla sobre el corazo?n y finalmente sobre el vientre, sitio de los apetitos que el Iniciado reduce al silencio. Bajo pretexto de una soberani?a absoluta de la inteligencia, ciertas escuelas pretenden someter al organismo a un re?gimen de tirani?a extran?a al programa de la Iniciacio?n verdadera. Sabiamente ponderada en todas las cosas, e?sta no cae en ninguna exageracio?n. Desden?a en particular la acrobacia psico- fisiolo?gica de los fakires, derviches y otros ascetas, que se traduce por efectos inso?litos, buenos para conocer, pero no para buscarlos. El real Iniciado no piensa en maravillar a nadie, no se preocupa sino de la tarea que le incumbe y hace de la maestri?a su instrumento de accio?n u?nicamente para poder cumplir plenamente aque?lla. En si? mismo este instrumento no presenta sino un intere?s secundario. Mantenerlo en perfecto estado no es el objetivo del adepto que se consagra a la Grande Obra. El arte de evitar la decrepitud y de envejecer en pleno vigor de espi?ritu, no es, pues, la u?ltima palabra de la Iniciacio?n, a menos que el elixir de larga vida no sea una quimera. Una sabia higiene fi?sica y mental prolonga la vida individual; hay viejos que poseen el secreto de rejuvenecerse muy naturalmente, sin recurrir a ninguna diablura. Las leyendas, como la de Fausto, son muy instructivas para el Iniciado ha?bil en extraer el espi?ritu aprisionado en la letra muerta. El mantenimiento de la salud fi?sica favorece, por otra parte, el perfeccionamiento moral. No le esta?, sin embargo, subordinado, porque puede ocurrir en casos excepcionales que el cuerpo deba ser sacrificado a una causa superior. El buen jinete cuida su cabalgadura y mide el esfuerzo que le exige; pero ante una necesidad de orden superior, cesa de preocuparse de la bestia. Profundizar Nadie es Maestro si no posee el Arte a fondo. El Aprendiz, so?lo puede contentarse con conocimientos ra?pidos, generales y superficiales; para e?l son las teori?as y las certidumbres juveniles. Instruido por la pra?ctica, el Compan?ero observa con cuidado y controla la ensen?anza teo?rica, adquiriendo asi? poco a poco la experiencia que conduce a la Maestri?a. Esta, sin embargo, no recompensa al obrero sino cuando ha sabido elevarse hasta el genio del Arte que debe comprender y sentir. Fiel a los principios reconocidos, el Compan?ero trabaja correctamente, segu?n las reglas admitidas; pero no se permite innovar, modificar la aplicacio?n de los principios fundamentales ni inaugurar nuevos me?todos de trabajo. Ahora bien, el Arte, como todas las cosas, evoluciona y se adapta a las necesidades, destinado como esta a progresar sin cesar. El progreso, en eso, es la obra de los Maestros que renuevan las tradiciones, aparta?ndolas de la rutina. Lejos de todo servilismo, esta?n animados por el puro espi?ritu del Arte y no temen reformar lo que lo fija en un estilo envejecido o lo petrifica en el ciego culto del pasado. El artista vibra bajo la influencia del Arte que siente interiormente, tanto y tan bien que se hace su libre inte?rprete, identificado con la obra a la cual se ha dedicado. Pero el Iniciado se consagra al Grande Arte que es el de la vida; aspira, pues, a la maestri?a vital: es la Vida, la verdadera Vida, la que debe comprender y sentir. Una juiciosa comprensio?n de la Vida es, en efecto, la base de toda sabiduri?a inicia?tica. El Pensador llega hasta sustraerse a la impostura de las apariencias exteriores que engan?an a los espi?ritus superficiales. Su superioridad reside, pues, en su poder de profundizar. Este poder, el Iniciado debe desenvolverlo; pero no obtendra? pleno e?xito en ello, sino al fin de su carrera, cuando se aproxime a la Maestri?a. Tendra? siempre que luchar contra la ilusio?n que nos acecha en todo lo que nos es dado imaginar o apercibir sensiblemente. Ir al fondo de las cosas; tal es el eterno objeto de la filosofi?a, la tarea esencial del Maestro Pensador. Es en el interior de la Tierra donde los Hermetistas debi?an buscar la Piedra oculta de los Sabios24. Estas mismas profundizaciones revelara?n al Maso?n la Palabra Perdida. So?lo a fuerza de descender se penetra en la Ca?mara del Medio donde resplandece la Luz Central explicativa de todos los enigmas. U?nicamente la claridad sacada de las profundidades permite al Maestro iluminar a sus H? H? y prevenir asi? el asesinato de Hiram. Si el instructor ha carecido de penetracio?n, si no ha descendido hasta el hogar de la comprensio?n lu?cida, los resplandores que ha recogido no bastan para hacer desistir al mal Compan?ero de su criminal proyecto. El complot se trama con la complicidad inconsciente de los falsos Maestros, que son ciegos que dirigen a otros ciegos. Una pesada responsabilidad gravita, pues, sobre el Maso?n que se decora con las insignias del 3er grado, si no trabaja en asimilarse la plena inteligencia del Arte. Es culpable de las faltas que se cometen porque no ha sabido evitarlas. El que llega a ser Maestro contrae la obligacio?n de trabajar, no tan simplemente para si?, sino sobretodo para los dema?s. Tiene a su cargo inteligencias que dirigir, porque debe a los Aprendices y a los Compan?eros la luz indispensable para el cumplimiento de su tarea. No es, pues, para dedicarnos al reposo que hemos alcanzado a la cu?spide de la jerarqui?a maso?nica. Debemos redoblar en ella nuestros constantes esfuerzos a fin de que nada de lo que concierne al Arte permanezca obscuro para nosotros. Mientras que los obreros reposan de las fatigas del di?a, corresponde al Maestro velar en el silencio de la noche, a fin de absorberse mejor en profundas meditaciones que iluminan el presente y hacen prever el porvenir a la luz del pasado perspicazmente evocada. Escuchar a Otros En Iniciacio?n todo se cumple por alternativas, como lo recuerdan las columnas fundamentales B? y J?, que corresponden a los dos platillos de la balanza que mantienen sin cesar el equilibrio necesario. Ahora bien, habri?a ruptura de este equilibrio si el Maestro se limitara a meditar no apelando sino a la iluminacio?n interior. La meditacio?n silenciosa tiene su complemento y a veces su correctivo, en la libre discusio?n que es tanto ma?s fecunda cuanto las ideas cambiadas son ma?s opuestas. Lejos de rehuir la contradiccio?n, el Pensador sabra?, pues, buscarla. No temera? ir a instruirse cerca de los adversarios que supondra? de buena fe. Coloca?ndose en el punto de vista de e?stos, descubrira? la debilidad de su argumentacio?n, encontra?ndose muy a menudo conducido a ensanchar sus propias opiniones. Es asi? co?mo el Maestro se elevara? ma?s y ma?s en el dominio de la comprensio?n; cogera? el pensamiento de otro, para retener de e?l lo que este? de acuerdo con el suyo. La incesante preocupacio?n de asimilarse la Verdad, cualquiera que sea su fuente, desenvolvera? por otra parte, en e?l el sentimiento de la Tolerancia, virtud esencial del verdadero Franc-Maso?n. Una minu?scula trulla de plata, llevada sobre el corazo?n, designaba, en otro tiempo, al Iniciado ante quien cada uno podi?a explicarse sin reserva, cierto de dirigirse a una inteligencia que sabe comprender y a un corazo?n abierto a todos los sentimientos nobles. Es preciso que el Maestro justifique su insignia, si no quiere aparecer como impostor ante aquellos que se dirijan a e?l bajo la fe de los si?mbolos. Guarde?monos, pues, de denigrar sistema?ticamente lo que ignoramos. Si condenamos al adversario sin haber pesado sus argumentos, persuadidos de que e?l no puede estar sino en lo falso, seremos nosotros los que caeri?amos en el error. Toda opinio?n ampliamente esparcida, encierra verdad, porque es la verdad la que cautiva al espi?ritu humano, aunque se oculta bajo exterioridades groseras. Ninguna creencia es despreciable, porque ninguna es falsa de una manera absoluta. El iniciado se complace, pues, en escuchar con benevolencia a todos los que creen tener razo?n. Frecuentara? los creyentes a?vidos de convertirlos a su religio?n o los filo?sofos cuidadosos de propagar su sistema. Inspira?ndose en los sabios de la Antigu?edad, ira? a golpear la puerta de todos los santuarios y no desden?ara? ninguna escuela. La controversia lo instruira?, porque discutira?, no para convencer, sino para desprender por todas partes de su ganga el metal puro, cuyas pepitas dispersas recogera?. Los ma?s humildes medios pueden contribuir asi? a enriquecer al Iniciado, siempre que sepa interesarse en la especialidad de cada uno, descubriendo por todas partes la materia prima de la Grande Obra. Bajo este respecto el sabio descubre en todo lugar y en abundancia lo que el necio no alcanza a encontrar en ninguna parte.
Pagarse de palabras sonoras y de vanas apariencias no es muy a menudo sino propio de espi?ritus que se pretenden serios y positivos. Aprendiendo por todas partes, sin cesar de profundizar, el Pensador efectivo se escapa de esta engan?ifa. Como nada abusa de e?l, llega a concebir la realidad despojada de las exterioridades seductoras que la adornan a los ojos del vulgo. La visio?n penetrante del sabio percibe el esqueleto de las cosas. Tal es el sentido de las osamentas que tapizan la Ca?mara del Medio.
El Maestro hace abstraccio?n del decorado sensible que disfraza una verdad interior entristecedora: e?l no se ilusiona por nada y dicta un fallo implacable au?n sobre lo que ma?s ama. Bajo este respecto se juzga desde luego a si? mismo sin complacencias. Reconociendo sus defectos y sus debilidades, se guardara? bien de atribuirse una superioridad sobre sus compan?eros de miseria. El individuo no posee de propio sino el deseo ma?s o menos intenso y constante de realizar su ideal por sus actos. So?lo este sentimiento i?ntimo hace nuestra grandeza efectiva. Mantenga?moslo con cuidado, persuadidos de que bajo las exterioridades ma?s humildes, encontramos a cada paso a nuestro superior. Juzguemos tambie?n a las instituciones a que pertenecemos. No tengamos la supersticio?n de creer que somos libres porque nuestros antepasados han muerto por la libertad. La independencia no es transmisible por herencia: es preciso sacudir el yugo cada di?a para hacerse y permanecer libre. Bajo una infinidad de formas pe?rfidas, la esclavitud nos acecha sin cesar; se impone a nuestro espi?ritu si la pereza intelectual nos impide buscar por nosotros mismos la verdad; nos paraliza moralmente si nuestra voluntad se adormece en las preocupaciones egoi?stas; se nos impone, en fin, poli?ticamente, desde que descuidamos nuestros deberes y olvidamos nuestra dignidad de ciudadanos. Se ha reprochado a menudo a la Franc-Masoneri?a ocuparse demasiado de poli?tica. En realidad ella no ha sabido intervenir como habri?a debido. Las Logias no esta?n destinadas a hacer el oficio de comite?s electorales y au?n menos de agencias que procuran favores del gobierno; pero deben ser hogares de educacio?n democra?tica. Es en su seno donde debe formarse el sacerdocio de la religio?n republicana, porque la Patria, la Cosa pu?blica (Res-pu?blica), es digna de un culto que corresponde a los Franc-Masones instituir. Su misio?n en eso es predicar con el ejemplo por la pra?ctica de las virtudes republicanas. Esas derivan del valor ci?vico aplicado a la defensa del intere?s general. Celoso de su soberani?a, el ciudadano se siente herido por todos los abusos. Lejos de hacerse co?mplice de ellos por su silencio o pactando con aquellos que los aprovechan, no vacila en sacrificar sus ventajas personales, combatiendo con firmeza todo lo que tienda a corromper las costumbres pu?blicas. Los pueblos no tienen sino los gobiernos que se merecen. Si ellos mismos son corrompidos no pueden esperar ser gobernados con integridad. Sujete?monos, pues, a ser puros individualmente. No solicitemos favores de nuestros mandatarios, a fin de conservar el derecho de controlarlos con severidad, sin dejarles pasar la menor flaqueza. En una democracia cada ciudadano es responsable del bien comu?n. No lo olvide?is vosotros que en calidad de Maestros debe?is ser educadores. Para ser republicano, no basta votar cuando llega el di?a de hacerlo ni perorar en las reuniones pu?blicas; la tarea es ma?s ardua y ma?s austera. La Repu?blica no se contenta con ser proclamada, puesta en carteles como una etiqueta comercial: es preciso que penetre hasta la me?dula de los ciudadanos e instituciones. Sepamos ver claro a este respecto y cumplamos nuestro deber, nosotros que, desengan?ados de las apariencias, aspiramos a sustituirlas por la realidad.
Ejercer la Maestri?a Para prestar a la Nacio?n todos los servicios que espera de nosotros como ciudadanos plenamente ilustrados, nos es indispensable estar a la altura de nuestro rol de Masones con relacio?n a la Masoneri?a. En este dominio, como en todo otro, ninguna ilusio?n debe perturbar la limpidez de nuestro juicio. El organismo maso?nico tiene sus imperfecciones, sus taras y sus enfermedades curables, a las cuales el Maestro Maso?n se empen?a en ponerles remedios. Como me?dico se dedicara? desde luego a descubrir el mal, tomando nota de los si?ntomas alarmantes. Remonta?ndose en seguida a la causa de las perturbaciones constatadas, se hara? una idea del desorden y aplicara? los remedios. Podra? suceder que la enfermedad sea grave y que hasta parezca incurable. Las cosas esta?n a menudo en un punto en que se esta? tentado a no reconocer ya a la Franc-Masoneri?a en lo que lleva su nombre. Uno se encuentra entonces en presencia de asociaciones que insensiblemente se han desviado del ideal maso?nico, unas en un sentido y las otras persiguiendo una evolucio?n diametralmente opuesta. El Maso?n instruido y animado del puro sentimiento maso?nico, llega asi? a buscar la verdadera Masoneri?a sin encontrarla realizada en ninguna de las agrupaciones existentes. En presencia de las desviaciones que lo ofuscan, se pregunta si la verdadera Masoneri?a no es una utopi?a, un suen?o del dominio espiritual, irrealizable en la pra?ctica, a menos que los hombres no hayan cesado de ser lo que son. La iniciacio?n exige que muramos para la vida profana, para renacer a una vida superior. Ahora bien, los Masones se contentan con morir muy demasiado simbo?licamente: el ceremonial inicia?tico les basta y olvidan conformarse al programa del cual es la presentacio?n en escena alego?rica.
Resultado: la Masoneri?a no es sino simbo?lica y el Maso?n no es sino el Si?mbolo de lo que deberi?a ser. Es preciso que eso no sea ma?s asi?. La Masoneri?a u?nicamente ceremonial ha hecho su tiempo. Nuestra institucio?n ya no esta? en su periodo de infancia en el que cumpli?a instintivamente piadosos ritos cuyo significado ignoraba. En lo sucesivo Hiram quiere revivir articulando la Palabra Perdida. La Tradicio?n muerta, que la perpetuaba como un cada?ver momificado, debe volver a tomar vida en nuestra comprensio?n y nuestra voluntad. Reanimemos en realidad a Hiram. Concibamos a este efecto el puro ideal maso?nico, erigie?ndole un altar en el santuario de nuestra inteligencia. Resucitaremos la sabiduri?a de las edades, evocando el espi?ritu que da un sentido viviente a las formas incomprendidas. La Masoneri?a moderna no esta? destinada a permanecer en lo que ha sido. No ha podido realizar su ideal ni en el pasado ni en el presente; pero el porvenir que se abre ante ella esta? lleno de promesas. A la faz de inconsciencia infantil y de desenvolvimiento instintivo que marcan los dos siglos que tuvieron fin el 24 de junio de 1917, debe suceder una edad de razo?n y de discernimiento. La idea maso?nica no se ha traducido hasta aqui? sino en gestos ritua?licos efectuados sin conviccio?n suficiente puesto que los “misterios” permaneci?an misteriosos. Apresure?monos en hacerle perder este cara?cter. La noche del misterio tiene su fin ante las claridades del alba de los nuevos tiempos. Pero el di?a espiritual no se levanta sin nuestra participacio?n activa: es la conjuracio?n de los Maestros la que obliga al sol intelectual a abrirse paso a trave?s de las brumas del horizonte. Sepamos, pues, evocar la luz, a fin de que iluminando nuestra comprensio?n, nos permita ensen?ar y hacer comprender lo que hayamos profundizado. Cuando haya en la Masoneri?a Maestros ilustrados, capaces de leer y escribir la lengua sagrada, entonces nuestra institucio?n pasara? del Si?mbolo a la Realidad. Ella encarnara? la Iniciacio?n verdadera y construira? efectivamente el Templo de la suprema sabiduri?a humana. Haciendo apreciar todas las cosas en su justo valor, el Maso?n plenamente instruido entonces no se atendra? ma?s a la letra muerta de las ma?s venerables de las tradiciones porque tomara? de ella el espi?ritu vivificante que le permitira? ejercer verdaderamente la Maestri?a y consumar la gran transmutacio?n de la ignorancia en saber y del mal en bien.
