La amistad entre hombre y mujer se ha visto siempre muy influenciada por la diferenciación sexual y en gran medida por la diferencia socio-cultural entre los papeles masculino y femenino que el individuo se siente obligado a desempeñar.
El apelativo de «sexo débil» es una carga que la mujer ha tenido que soportar desde tiempos inmemorables. En el siglo pasado, por ejemplo, era una respuesta típica y habitual el que la mujer se desmayase con frecuencia ante una situación vergonzosa o un acontecimiento un poco «fuerte». La histeria era considerada como un trastorno ligado a la condición femenina. Había, en suma, un conjunto de patrones de comportamientos que definían claramente lo masculino y lo femenino: el hombre era fuerte, el luchador y el protector de la mujer delicada, débil y vulnerable. Pocas diferencias de fortaleza se establecían entre las mujeres y los niños, considerados ambos como grupos humanos a proteger por el varón y con escasos derechos en la sociedad. Esta concepción se ha ido manteniendo de generación en generación a través de la cultura y educación de los niños, que ya desde muy pequeños aprendían a discernir claramente cual era su papel.
El continuo condicionamiento que induce a las niñas a dirigirse en un sentido y a los niños en otro y, sobre todo, el grado de superioridad conferido al muchacho, hacen difícil que el trato entre ambos sea amistoso y equilibrado. Los chicos, siguiendo los valores culturales, tratan a las niñas como seres inferiores y en la adolescencia como objetos sexuales. La chica, por su parte, está también implicada en este juego, asumiendo su condición que se ve mantenida por una notable desigualdad en su oportunidad de adquirir la experiencia social y sexual del muchacho. En realidad, es difícil y raro que en estas circunstancias un chico y una chica desarrollen el tipo de amistad e intimidad que serían capaces de mantener con amigos o compañeros del mismo sexo.
Cuando son adultos, la concepción clásica que se tenia era que los hombres tienen su trabajo, sus noches para irse «de copas» con los amigos y sus fines de semana para dedicarlos al deporte. Mientras que la mujer era relegada a cuidar de la casa y la familia, a hablar por teléfono y a ir de tiendas con las amigas. El problema no era sólo que el trabajo y las responsabilidades estuvieran desigualmente repartidos, sino que hubiera tan pocas posibilidades de que hombres y mujeres se vieran como amigos e iguales, compartiendo sus aficiones e inquietudes.
En la actualidad, en muchos lugares se está desarrollando un buen trabajo en el ámbito educacional. Así, la mujer va alcanzando su merecido puesto en el plano sociolaboral, lo que facilita una mayor comunicación con el hombre en un nivel de igualdad. Superadas las lógicas barreras que pueden surgir con motivo de la competencia, es factible una relación amistosa al disponer de un amplio arsenal de motivaciones e intereses comunes que ponen al hombre y a la mujer en el mismo bando en estrecha colaboración.
Tal vez existe un riesgo que indudablemente va a modular la amistad entre hombre y mujer: el inevitable impulso sexual. Entre una amistad profunda y sincera con un alto nivel de compenetración y el amor existe una frontera muy imprecisa; probablemente la existencia o no de atracción sexual sea el factor que incline la balanza hacia uno u otro lado. Y la sexualidad es algo que unas veces con claridad y otras de forma insinuada, consciente o inconscientemente, impregna toda relación y comunicación estrecha entre hombre y mujer.