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DIALOGO CONMIGO MISMO: RECUERDOS...

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De muchas maneras, todos guardamos profundamente en nuestro corazón, el recuerdo grato de algo o alguien que será inolvidable en nuestra vida.
Hay quienes, por desgracia, conservan el estéril gasto emocional de un recuerdo que los sigue atormentando, como tóxico sutil que deshace su alma, y viven aquejados por ese pasado. Aquí lo inolvidable se hace cruel porque se piensa que, al no haber sabido perdonar, ciertas cosas no se olvidarán nunca y esa es una forma triste de permanencia.
Hay otros, en cambio, que atesoran los recuerdos mágicos que un día les acontecieron y no permiten que mueran, porque saben que si lo hicieran ellos también morirían un poco.
Nadie, sin embargo, puede evitar el tener una mezcla de recuerdos buenos y malos, lo que simplemente nos hace entender que la vida es así: pedacitos de plata en medio de un gran camino de grava. No vivir atormentados por unos y disfrutar el haber experimentado los otros, es lo que da sentido y equilibrio a nuestra vida. Es saber que las rosas también tienen espinas y que si así no fuera, no seríamos capaces de distinguir la felicidad de la infelicidad.
Porque ¿quién no recuerda esos días felices de su infancia y la caricia inolvidable de quienes le amaron? ¿Quién podrá borrar de nuestro corazón el abrazo y la ternura de aquellos que con su cariño nos enseñaron a amar? ¿Es posible olvidar al primer amigo, al compañero de nuestros juegos, a la maestra que un día fue la diosa de nuestros sueños, la primera vez que vimos el mar o la esperanza vivificante de nuestras siempre anheladas vacaciones?
¿Podremos alguna vez olvidar cuando el torbellino del amor primero arrebató nuestra alma y la llevó al séptimo cielo, la espera impaciente que nos trajo el romance adolescente, la mano de nuestro padre guiando nuestros vacilantes pasos, el seno materno que alimentó nuestra tenaz apetencia de vida, las alegres piñatas, las entrañables navidades, la calidez del abrazo de nuestros abuelos y aquellas dulces fantasías en las que tantas veces empeñamos nuestra atropellada búsqueda de la felicidad?
¿No es inolvidable la primera vez que tocamos a Dios, el sabernos amados, el saber que podríamos amar, la bendición de la palabra sencilla bálsamo para nuestros oídos, el consejo oportuno, el tibio consuelo de la mano que tocó nuestro frágil corazón, la fragancia del diálogo con quienes nos son cercanos, los días de campo con los hijos y esa infinidad de pequeños tesoros que ninguna pequeña muerte podrá un día arrebatarnos?
Nos perdemos tanto en no olvidar lo que un día nos hirió, que hacemos a un lado lo que nos maravilló; hacemos inolvidable, aunque sea doloroso, lo que en el pasado lastimó nuestro espíritu, que renunciamos al mismo tiempo a todo aquello que colmó nuestras ansias de permanencia y nos convirtió en el horizonte de alguien que quiso hacernos dichosos.
Es cierto que no podremos olvidar jamás aquello que nos lastimó un día, pero sí podemos hacer el esfuerzo por privilegiar de igual manera lo que hizo a nuestro corazón más grande, más fuerte y más comprensivo.
Tal vez en la lista de daños y beneficios que tenemos inscritos en nuestra mente, los débitos sean más que los haberes; pero la vida siempre es así: solo cuestión de saldos en nuestro final estado de pérdidas y ganancias. Ver que esos saldos sean más positivos que negativos es una tarea en la que todos debemos empeñarnos, si queremos tener la sabiduría de vivir con plenitud nuestra fugaz existencia terrenal.
Pero, afortunadamente, siempre habrá espacios en nuestra alma para lo inolvidable: el acontecimiento aquél, la fecha que impacientes esperamos, el amor recién descubierto, el hijo que llegó, la perfecta compañía, la luz que generosa disipó nuestras tinieblas, la suave caricia de nuestra alma gemela, la dicha en fin que, a veces furtiva, se anidara fecunda como esperanza alcanzable en el corazón humano.
Un poeta escribió que la mejor manera de hacer a alguien inmortal es quererlo de tal forma que no lo olvidemos nunca. Es a través del regocijo del recuerdo por el cual nos percatamos que éste no es un espacio perdido, sino una auténtica recuperación.
Confesar que vivimos, amamos y disfrutamos con alguien el aquí y el ahora de la vida, es adquirir la certeza de que un día seremos para ese alguien personas inolvidables, y así entenderemos cómo finalmente el recuerdo del amor que un día dimos y nos dieron será más fuerte que la muerte.

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