Preguntarnos sobre hacia dónde debe caminar la masonería peruana en este milenio, no es una gran novedad: desde los incidentes de 1998, la masonería peruana se pregunto de forma constante y obsesiva sobre su razón y sentido. En ocasiones esa búsqueda de su razón de ser, ha sido una práctica paralizadora que le ha impedido trabajar de forma efectiva en la consecución de sus valores; otros podrán pensar que la masonería encuentra su propio sentido en autopreguntarse qué es y para qué sirve, que la simple formulación de estas preguntas es suficiente para dar sentido a su existencia. Pero en todo caso, no estamos ante una pregunta nueva. Voy a remontarme a las Cartas a Constant de Johan Cottlieb FICHTE, el filosofo alemán, de claro pensamiento kantiano, represaliado por la Universidad de Jena; cartas que escribió a un neófito que quería iniciarse, explicándole el sentido de la masonería poco antes del siglo XIX. En ellas le dice:
«La Orden masónica únicamente puede proponerse un fin tal para el que la gran sociedad humana no sólo no tenga ninguna institución particular, sino para el que, además, sea incapaz de tenerla por su propia naturaleza (por la naturaleza del fin y de la sociedad). (...) Ahora se trata de plantear si puede haber un fin tal, racional y bueno, para el cual la gran sociedad no puede, según su naturaleza, tener ninguna institución particular, cualquiera que sea ese fin. Si lo resolviéramos, habríamos encontrado el único fin posible de la masonería. (...) Nos ha sido dado ahora un fin al que la sociedad humana no puede en absoluto aspirar, por rebasar sus límites y ponerse de manifiesto únicamente merced a la existencia misma de la sociedad, un fin que sólo puede alcanzarse fuera de la sociedad, retirándose o separándose de ella. ESTE FIN CONSISTE EN SUPRIMIR DE NUEVO LAS DESVENTAJAS DEL TIPO DE FORMACIÓN DISPENSADA EN EL SENO DE LA GRAN SOCIEDAD, Y EN FUNDIR LA FORMACIÓN UNILATERAL PROPIA DE UN ESTAMENTO PARTICULAR EN LA FORMACIÓN HUMANA COMÚN, EN LA FORMACIÓN POLIFACÉTICA DEL SER HUMANO ENTERO, DEL HOMBRE COMO TAL. (...) Es un gran fin, puesto que tiene por objeto lo que en el hombre suscita el máximo interés. Es racional, porque expresa uno de nuestros más sagrados deberes. Es posible, en cuanto lo es todo lo que debemos hacer. Alcanzarlo en la gran sociedad es, sin embargo, casi imposible, o al menos extremadamente difícil, ya que el estamento, la forma de vida, las relaciones sociales tejen alrededor del hombre una red de vínculos y lazos, sutiles pero firmes, que, lejos de hacerlo avanzar, como debiera, hacia delante, lo atraen sin que lo advierta, hacia un círculo infranqueable, en cuyo interior gira errante.»
Así pues, y si seguimos a Fichte en su búsqueda de la razón y sentido de la masonería, podemos concluir con él que la principal función de esta escuela iniciática y simbólica «ES LA FORMACIÓN PARA LA LIBERTAD ÉTICA». ¿Y nuestra pregunta debe ser: alguna institución cívica y social cumple hoy con esta función principal de construir seres humanos éticamente conscientes y libres? Es más, debemos volver a preguntarnos ¿puede la sociedad espontáneamente dotarse de una institución encargada de la formación humana de sus miembros? Las claves ha esta pregunta se dan ahora en un contexto muy diferente al que vivía Fichte en el 1800. Ahora la libertad de consciencia y de pensamiento está por lo general reconocida y protegida en el mundo moderno, en nuestras sociedades europeas el Estado interviene para garantizar la educación mínima de todos los ciudadanos, cualquiera puede difundir sus ideas con plena libertad y educar en las mismas. Sin embargo, ¿es capaz la sociedad de construir personas? ¿se basta a sí misma la sociedad para crear seres éticamente libres?.
La masonería, hoy más que nunca, en un mundo donde la complejidad tecnológica y científica se ha acelerado de forma vertiginosa, donde las comunicaciones globales permiten el acceso a una amplia red de información, puede cumplir la tarea de formar personas, ciudadanos libres para una república libre. Si Fichte veía un peligro en la estamentatalización del ser humano, en el peligro de que se quedara encerrado en una sutil telaraña en la que la obligación de dar respuestas rápidas a las exigencias de su complejo entorno social le impidiera pararse a respirar, hoy esa necesidad de aire fresco en nuestros pulmones la sentimos con especial intensidad. Constantemente nos damos cuenta que nos faltan espacios de reflexión: de reflexión íntimos, de hablar con nosotros mismos, de autoexaminar nuestros actos v dotar de coherencia ética a nuestra existencia; y vemos cómo esa necesidad trasciende del plano de nuestra individualidad para querer iluminarse con las preguntas y ansiedades de otros hombres, para intentar construirnos, como decía Unamuno «hacernos lo que ya somos» y al mismo tiempo hacernos mejores ciudadanos, asumir éticamente un compromiso con nuestros semejantes que permita que nuestra tarea de construcción personal sea también una tarea de construcción de una eticidad pública y social.
Y para esta tarea, que la sociedad por su propia inercia abandona e incluso llega a olvidarla es necesario una sociedad masónica, una escuela iniciática destinada al perfeccionamiento individual de cada uno de sus miembros, sabedora que el resultado será algo más que la suma de unos cuantos hombres que buscan cada día ser mejores, será también una contribución sólida al progreso de la humanidad.
Pero para cumplir con esta tarea humanista de formación de hombres éticamente libres, es necesario definir el terreno en el que se va a jugar el partido, y algunos elementos nos aparecen como pre-requisitos imprescindibles:
1. Convocar a toda la humanidad: la unidad universal de todo el género humano;
2. Universalizar sin uniformizar: la pluralidad identitaria; y
3. Dotarnos de herramientas con un doble perfil: simbólico y social.
En primer lugar la masonería debe ser una discreta convocatoria a toda la humanidad. No es el camino para todos, pero tampoco la ruta para unos pocos elegidos. No todo el mundo debe aspirar a ser masón porque la masonería no es un camino de salvación, ni ofrece redención alguna. Pero debe estar abierta a todos los hombres y mujeres que habiendo tomado consciencia de su trágica individualidad, y que tras renunciar a la variada oferta de soluciones morales heterónomas, decidan encontrarse con sí mismos y con otros para iluminar su actividad desde el sentido de trascendencia ética que tiene cada uno de sus actos. Nadie está a priori excluido de esta convocatoria a hacerse a sí mismo, pero nadie debe ser llamado a esta tarea por otro de sus semejantes, cada uno debe descubrir el anhelo interior de querer construirse, y entonces quizás nos encuentre trabajando. Por desgracia esta tarea de perfeccionamiento ético es elegida sólo por unos pocos; por suerte, para su realización no necesita de todos, se basta con quienes encuentra.
En segundo lugar debemos ser conscientes que estamos ante una tarea universal, por que a ella está convocado todo el mundo, pero también porque su formulación práctica es un mundo mejor. Trasciende por lo tanto de toda frontera política, de toda peculiaridad identitaria, de toda estamentalización, la razón no conoce fronteras en su proyecto de eticidad pura.
Y en tercer lugar, sus herramientas de trabajo deben combinar alquímicamente lo simbólico y lo social. Porque para hablar con uno mismo el lenguaje debe estar desnudo, ser tierno al tiempo que duro, lleno de matices tan sólo explicables en clave individual pero al mismo tiempo compartibles con otros. Por eso precisamos de un lenguaje simbólico, de un camino iniciático que nos predisponga en su situación tiempo/espacio capaz de profanar todos los secretos que intuimos. Pero no puede ser una tarea de reflexión abstracta, ni pretender que el símbolo y su interpretación es el fin de la misma, debe enraizarse en lo social en lo humanista, debe implicarse en las decisiones que cada día nos vemos obligados a tomar, y en la trascendencia ética de cada una de estas decisiones.
En definitiva, la sociedad moderna se ha olvidado de iniciar al hombre en la tarea de hacerse hombre. Y ésta no es una tarea que surja espontáneamente del cuerpo social. Por suerte, algunos hombres se han dado cuenta de esta ausencia, y han visto que para llevar a cabo esta tarea era necesario construir un método iniático artificial -ya que no surge naturalmente, por generación espontánea-. Se realiza así la tarea de crear una sociedad encargada de construir una iniciación hacía la búsqueda más compleja, hacia el aprendizaje de nuestra propia esencia: una actividad autoconstructora pero también constructora hacia el exterior, incardinada en la tarea de transformación del mundo.
«La Orden masónica únicamente puede proponerse un fin tal para el que la gran sociedad humana no sólo no tenga ninguna institución particular, sino para el que, además, sea incapaz de tenerla por su propia naturaleza (por la naturaleza del fin y de la sociedad). (...) Ahora se trata de plantear si puede haber un fin tal, racional y bueno, para el cual la gran sociedad no puede, según su naturaleza, tener ninguna institución particular, cualquiera que sea ese fin. Si lo resolviéramos, habríamos encontrado el único fin posible de la masonería. (...) Nos ha sido dado ahora un fin al que la sociedad humana no puede en absoluto aspirar, por rebasar sus límites y ponerse de manifiesto únicamente merced a la existencia misma de la sociedad, un fin que sólo puede alcanzarse fuera de la sociedad, retirándose o separándose de ella. ESTE FIN CONSISTE EN SUPRIMIR DE NUEVO LAS DESVENTAJAS DEL TIPO DE FORMACIÓN DISPENSADA EN EL SENO DE LA GRAN SOCIEDAD, Y EN FUNDIR LA FORMACIÓN UNILATERAL PROPIA DE UN ESTAMENTO PARTICULAR EN LA FORMACIÓN HUMANA COMÚN, EN LA FORMACIÓN POLIFACÉTICA DEL SER HUMANO ENTERO, DEL HOMBRE COMO TAL. (...) Es un gran fin, puesto que tiene por objeto lo que en el hombre suscita el máximo interés. Es racional, porque expresa uno de nuestros más sagrados deberes. Es posible, en cuanto lo es todo lo que debemos hacer. Alcanzarlo en la gran sociedad es, sin embargo, casi imposible, o al menos extremadamente difícil, ya que el estamento, la forma de vida, las relaciones sociales tejen alrededor del hombre una red de vínculos y lazos, sutiles pero firmes, que, lejos de hacerlo avanzar, como debiera, hacia delante, lo atraen sin que lo advierta, hacia un círculo infranqueable, en cuyo interior gira errante.»
Así pues, y si seguimos a Fichte en su búsqueda de la razón y sentido de la masonería, podemos concluir con él que la principal función de esta escuela iniciática y simbólica «ES LA FORMACIÓN PARA LA LIBERTAD ÉTICA». ¿Y nuestra pregunta debe ser: alguna institución cívica y social cumple hoy con esta función principal de construir seres humanos éticamente conscientes y libres? Es más, debemos volver a preguntarnos ¿puede la sociedad espontáneamente dotarse de una institución encargada de la formación humana de sus miembros? Las claves ha esta pregunta se dan ahora en un contexto muy diferente al que vivía Fichte en el 1800. Ahora la libertad de consciencia y de pensamiento está por lo general reconocida y protegida en el mundo moderno, en nuestras sociedades europeas el Estado interviene para garantizar la educación mínima de todos los ciudadanos, cualquiera puede difundir sus ideas con plena libertad y educar en las mismas. Sin embargo, ¿es capaz la sociedad de construir personas? ¿se basta a sí misma la sociedad para crear seres éticamente libres?.
La masonería, hoy más que nunca, en un mundo donde la complejidad tecnológica y científica se ha acelerado de forma vertiginosa, donde las comunicaciones globales permiten el acceso a una amplia red de información, puede cumplir la tarea de formar personas, ciudadanos libres para una república libre. Si Fichte veía un peligro en la estamentatalización del ser humano, en el peligro de que se quedara encerrado en una sutil telaraña en la que la obligación de dar respuestas rápidas a las exigencias de su complejo entorno social le impidiera pararse a respirar, hoy esa necesidad de aire fresco en nuestros pulmones la sentimos con especial intensidad. Constantemente nos damos cuenta que nos faltan espacios de reflexión: de reflexión íntimos, de hablar con nosotros mismos, de autoexaminar nuestros actos v dotar de coherencia ética a nuestra existencia; y vemos cómo esa necesidad trasciende del plano de nuestra individualidad para querer iluminarse con las preguntas y ansiedades de otros hombres, para intentar construirnos, como decía Unamuno «hacernos lo que ya somos» y al mismo tiempo hacernos mejores ciudadanos, asumir éticamente un compromiso con nuestros semejantes que permita que nuestra tarea de construcción personal sea también una tarea de construcción de una eticidad pública y social.
Y para esta tarea, que la sociedad por su propia inercia abandona e incluso llega a olvidarla es necesario una sociedad masónica, una escuela iniciática destinada al perfeccionamiento individual de cada uno de sus miembros, sabedora que el resultado será algo más que la suma de unos cuantos hombres que buscan cada día ser mejores, será también una contribución sólida al progreso de la humanidad.
Pero para cumplir con esta tarea humanista de formación de hombres éticamente libres, es necesario definir el terreno en el que se va a jugar el partido, y algunos elementos nos aparecen como pre-requisitos imprescindibles:
1. Convocar a toda la humanidad: la unidad universal de todo el género humano;
2. Universalizar sin uniformizar: la pluralidad identitaria; y
3. Dotarnos de herramientas con un doble perfil: simbólico y social.
En primer lugar la masonería debe ser una discreta convocatoria a toda la humanidad. No es el camino para todos, pero tampoco la ruta para unos pocos elegidos. No todo el mundo debe aspirar a ser masón porque la masonería no es un camino de salvación, ni ofrece redención alguna. Pero debe estar abierta a todos los hombres y mujeres que habiendo tomado consciencia de su trágica individualidad, y que tras renunciar a la variada oferta de soluciones morales heterónomas, decidan encontrarse con sí mismos y con otros para iluminar su actividad desde el sentido de trascendencia ética que tiene cada uno de sus actos. Nadie está a priori excluido de esta convocatoria a hacerse a sí mismo, pero nadie debe ser llamado a esta tarea por otro de sus semejantes, cada uno debe descubrir el anhelo interior de querer construirse, y entonces quizás nos encuentre trabajando. Por desgracia esta tarea de perfeccionamiento ético es elegida sólo por unos pocos; por suerte, para su realización no necesita de todos, se basta con quienes encuentra.
En segundo lugar debemos ser conscientes que estamos ante una tarea universal, por que a ella está convocado todo el mundo, pero también porque su formulación práctica es un mundo mejor. Trasciende por lo tanto de toda frontera política, de toda peculiaridad identitaria, de toda estamentalización, la razón no conoce fronteras en su proyecto de eticidad pura.
Y en tercer lugar, sus herramientas de trabajo deben combinar alquímicamente lo simbólico y lo social. Porque para hablar con uno mismo el lenguaje debe estar desnudo, ser tierno al tiempo que duro, lleno de matices tan sólo explicables en clave individual pero al mismo tiempo compartibles con otros. Por eso precisamos de un lenguaje simbólico, de un camino iniciático que nos predisponga en su situación tiempo/espacio capaz de profanar todos los secretos que intuimos. Pero no puede ser una tarea de reflexión abstracta, ni pretender que el símbolo y su interpretación es el fin de la misma, debe enraizarse en lo social en lo humanista, debe implicarse en las decisiones que cada día nos vemos obligados a tomar, y en la trascendencia ética de cada una de estas decisiones.
En definitiva, la sociedad moderna se ha olvidado de iniciar al hombre en la tarea de hacerse hombre. Y ésta no es una tarea que surja espontáneamente del cuerpo social. Por suerte, algunos hombres se han dado cuenta de esta ausencia, y han visto que para llevar a cabo esta tarea era necesario construir un método iniático artificial -ya que no surge naturalmente, por generación espontánea-. Se realiza así la tarea de crear una sociedad encargada de construir una iniciación hacía la búsqueda más compleja, hacia el aprendizaje de nuestra propia esencia: una actividad autoconstructora pero también constructora hacia el exterior, incardinada en la tarea de transformación del mundo.