Escribe:
CARLOS GUILLERMO MARTÍNEZ G.
Su acompañante dio tres golpes con sus nudillos en el alto portón de madera. Lo tomó por los hombros, lo puso de espaldas al quicio y esperó a que dos manos surgieran de entre las sombras del interior de la casa, tomaran al profano y lo introdujeran con un suave pero firme envión.
Una vez adentro, los sucesos comenzaron a precipitarse sin que el aspirante a Masón pudiera hacer algo al respecto. La oscuridad ocultó toda información a sus ojos y perturbó sin remedio el resto de sus sentidos. Sólo dependía de lo que sus oídos captaran y los sonidos eran demasiado equívocos, inescrutables, perturbadores.
El profano estaba en el vestíbulo del Templo Masónico y en la antesala de lo que sería su “Tenida Solemne de Iniciación”. Eso era todo lo que podía saber. Comenzó entonces a recibir algunas órdenes y tuvo que quitarse el saco de su impecable traje que, según se le advirtió, debía ser negro; además, un pie le quedó desnudo; una manga del pantalón y la camisa le fueron dobladas; le retiraron sus alhajas; en fin, todo lo que significara lujo, poder o vanidad fue apartado de su cuerpo y antes de comprender cualquier cosa, a su cuello le fue enredado un lazo áspero.
Nadie le asistía aún. Continuaba solo y ciego frente a un acontecimiento ansiado pero atemorizante: ¿Serán de fiar estos hombres que me han enceguecido y despojado? ¿Debo continuar? ¿Qué ocurre a mi alrededor? ¿De quién son esas voces que susurran?
El estado de inferioridad en que se le puso, no le dejó más opción que sus reflexiones, que venían una tras otra, en un caos de divagaciones inservibles. Estaba a punto de rendirse, pero la perspectiva de la revelación de los secretos milenarios de la Masonería, lo dejó plantado en la fría silla metálica.
Una mano lo tomó por el brazo y lo condujo en total silencio por entre la penumbra más espesa. Descendió unas escaleras y el vaho pesado de la humedad le oprimió los pulmones: “No se mueva hasta cuando sienta que me he retirado”, oyó decir. Cumplió la instrucción y se vio de frente ante el espectáculo de la muerte. Allí permaneció por un tiempo indeterminable. Un espectáculo sobrecogedor lo envolvió y le incitó a saberse finito, falible, humilde: “uno más entre sus iguales”, que es como se reconoce cada verdadero Masón.
Tres golpes en una puerta distante y una voz lo sumieron de nuevo en la oscuridad: “Prepárese. Va a ingresar al Templo”, es la frase que le heló la sangre y le hizo entender que su “Iniciación en los Misterios de la Masonería” entraba en un período categórico y no estaba seguro de si sus menguadas fuerzas físicas y mentales resistirán la prueba.
Una puerta más. Nuevamente tres golpes, esta vez muy fuertes y con el sonido propio de un pesado aldabón. Una voz en tono inflexible pregunta para saber quién se atreve a interrumpir los trabajos secretos de la Logia. El hombre al lado del profano le presenta y le defiende. Recibe el permiso para ingresar, lo que hace conducido por su acompañante porque la oscuridad sólo terminará para sus ojos cuando los Maestros allí reunidos consideren que ha superado las pruebas que le esperan y que merece ser consagrado como un miembro más de la “Masonería Universal”.
A ciegas, comienza a oír la voz del Venerable Maestro que le refiere las estrictas exigencias morales de la Orden Masónica. Trata de adivinar el espacio en que se encuentra y advierte que las formas y dimensiones del mundo conocido se han diluido en la penumbra. Oye varias voces que desde distintos puntos le relatan la historia milenaria de la Masonería, mientras aumenta su desconcierto y su temor.
Sus arrestos llegan al límite más bajo: es observado por un grupo que no puede precisar ni por su cantidad ni por sus características, ha sido despojado parcialmente de su atuendo y totalmente de sus demás pertenencias, ha sido expuesto a la visión de la muerte y la palabra sangre en medio de una pregunta, acaba de sacudir su confuso cerebro.
De nuevo lo toman por el brazo. Camina torpemente entre algunos obstáculos mientras la aguda algarabía de las espadas le evoca las guerras más cruentas. De nuevo lo detienen y queda solo para que pueda atender una nueva instrucción sobre las obligaciones de un Masón.
Los sentidos ahora trabajan a todo vapor. El iniciado trata de comprender esa sucesión vertiginosa de acontecimientos en torno suyo. No lo logra. Hay otro recorrido, uno más estruendoso alrededor de lo que parece un círculo y una nueva instrucción. El intelecto trata de rescatar el gobierno de los pensamientos, pero las sensaciones son demasiadas y poderosas. En este punto, cuerpo, mente y espíritu están atascados en medio del fragor de un rito profundo, intenso y extenuante.
Hay un camino de fuego y luego, uno tras otro se suceden los juramentos. Los Maestros quieren asegurarse aún más de que el candidato está capacitado para conocer los secretos que allí se guardan.
Conmovido, el iniciado ratifica su voluntad de continuar y su solicitud de que se le acepte en la Orden. Los Maestros tienen que deliberar y lo retiran del Templo. Afuera le espera una vez más la silla solitaria, esta vez en medio de un silencio dócil que agradece profundamente. Al fin encuentra unos instantes para pensar y tratar de comprender algo de entre todo lo que le ha sucedido.
Alguien se acerca. Es el mismo ser que ha estado a su lado todo el tiempo. No habla casi. Le devuelve sus prendas y le ayuda a recomponer sus vestimentas. Todas, menos sus alhajas que recibirá después de la ceremonia.
Nuevamente lo toman del brazo, lo conducen, dan tres golpes con el aldabón, reingresa al Templo, renueva sus juramentos y antes de que pueda prepararse, le revelan todo lo que hasta ese momento estuvo oculto tras las sombras.
Los símbolos físicos de la Masonería están expuestos: la regla, la escuadra, el compás, las espadas, el ojo del Gran Arquitecto del Universo, los signos del zodíaco, el libro de la Ley, en fin, un concierto de elementos materiales de los que tendrá que desentrañar, con la ayuda de sus Maestros, todo sus posibles significados y sus aplicaciones en la vida diaria.
Está ahora en el centro del Templo. Acaba de transitar de la sombra a la luz, de la muerte a la vida y sus ojos apenas comienzan a recuperar la visión.
Sólo hasta ese momento se da cuenta de que un grueso grupo de masones, ataviados con su vestimenta ritual, lo rodea y cada uno de ellos tiene en su mano una espada dirigida hacia él. A toda su experiencia, ahora se suma el terror. El Venerable Maestro le aclara que esos hombres están ahí para demostrarle que acudirán a defenderlo si le vieran correr algún peligro. Es un código de honor, la razón de ser de una fraternidad. El iniciado se tranquiliza entonces y empieza a reconocer los rostros de quienes, a partir de ese momento, son sus hermanos en el secreto que acaba de conocer.
Al fondo del Templo observa, dentro de un triángulo, el ojo destellante del Gran Arquitecto del Universo y bajo esta figura, la presencia adusta del Venerable Maestro quien le describe la indeclinable labor que, por siglos, en completo sigilo, han cumplido y cumplen los masones en todos los países del mundo. Luego de esto, el Venerable Maestro se acerca y lo consagra.
Han pasado algo más de cuatro horas. Con su espíritu exánime y su cuerpo tembloroso, recibe el abrazo de sus nuevos hermanos y cree que todo ha terminado, cuando, en realidad, apenas comienza. Muy pronto le dirán la forma como puede ser un verdadero “obrero en la construcción del Templo Espiritual de la Humanidad”.
EL PADRE NUESTRO MASÓN
Los contradictores históricos de la Masonería han sostenido que ésta Orden tiene un carácter ateo, lo que es completamente falso. Los masones suelen señalar como prueba contundente contra este señalamiento, el Padre Nuestro que escribió el Papa Juan XXIII quien, según los iniciados, es uno de los miembros de la hermandad, aunque, según quienes se oponen a esta Orden, es un documento apócrifo.
Este es el texto que se le atribuye al Pontífice:
“Señor y Gran Arquitecto, nos humillamos a tus pies e invocamos tu perdón por nuestro error pasado mientras que estamos en curso de reconocer a nuestros hermanos francmasones como tus fieles de predilección.Hemos luchado siempre contra el libre pensamiento pues no habíamos comprendido que el primer deber de una religión, como lo ha afirmado el Concilio, es el de reconocer incluso el derecho de no creer en Dios.Hemos perseguido a todos aquellos que en tu propia Iglesia, sin por ello alejarse del camino de la Verdad, se inscribieron en las Logias, ignorando todas las injurias y amenazas.Sin reflexionar, habíamos creído que un signo de la cruz era superior a los tres puntos que forman una pirámide. Por todo ello te pedimos perdón, Señor, y te pedimos nos hagas comprender que un compás sobre un nuevo altar puede significar tanto como nuestros viejos crucifijos. Amén”
El texto fue publicado en la revista italiana Journal de Geneve, el 9 de agosto de 1966.