Texto: Raúl Renowitzky Comas (Gran Secretario General)
Revisión: Ramiro Arteta Guzmán (Gran Maestro)
Primero que todo, debo decirles que es muy grato, a la vez que resulta muy simbólico, estar hoy en estas tierras de Santander, una de las regiones de Colombia con mayor riqueza histórica, especialmente en lo que se refiere a la gesta de nuestra independencia, en pos de lograr una sociedad libre. El 16 de marzo de 1781, estos hermosos parajes vieron cómo, en la población de El Socorro, Manuela Beltrán rompió el edicto referente a las nuevas contribuciones que afectaban principalmente al algodón crudo y a los hilados de algodón, dando así inicio a lo que se conoce como la Revolución de los Comuneros.
De igual manera, es reconocida históricamente la Constitución del Estado Libre del Socorro, capital por entonces de la provincia de Santander, expedida en 1810, como la primera Constitución unificada del país. Fue, se dice, un documento federalista, democrático, liberal y católico a la vez. Quizá como pudieron ser las primeras constituciones y manuscritos masónicos. Y al decir católico, no debe olvidarse, muy a propósito del tema que ahora abordamos, que fue en Chipatá, el municipio más antiguo de Santander, fundado en 1537 por Gonzalo Jiménez de Quesada, donde se ofició la primera misa del altiplano colombiano. Hasta aquí, la gloriosa historia y el inclaudicable espíritu de libertad que anteceden y tutelan nuestra presencia hoy en esta acogedora Ciudad de los Parques.
El historiador, periodista y masón argentino, Eduardo R. Callaey ha reconocido que “si existe un rasgo representativo de la acción de la Francmasonería en la sociedad a través del tiempo, es su pertinaz, consecuente y decisiva defensa del laicismo”.
En su significado más popular, el laicismo se propone como la ideología que propende por la absoluta separación “entre los poderes públicos y cualquier elemento de inspiración religiosa”, pero en la civilización occidental se le ha identificado de manera preferente como la lucha por mantener al Estado libre de la injerencia de la Iglesia Católica Apostólica y Romana, dado que ha sido especialmente ésta la que, desde la Alta Edad Media hasta nuestros días, ha impuesto o tratado de imponer sus doctrinas confesionales no solo a los individuos sino a los diferentes gobiernos del hemisferio. No obstante, es necesario admitir que no ha tenido ella la exclusividad en esas prácticas.
La primera referencia histórica a una actitud laicista se encuentra, curiosamente, en los Evangelios, cuando se lee que Jesús recomendó “dar a Dios lo que es de Dios, y a César lo que es de César”, pero la Iglesia fundada en su nombre nunca hizo realidad esa enseñanza. Para efectos prácticos, algunos creen ver el origen histórico del laicismo a finales del Siglo XIII y comienzos del XIV, como consecuencia de los enfrentamientos entre Felipe IV “El Hermoso”, rey de Francia y el Papa Clemente V. Sea como fuere, se trata en esencia de una actitud política, cuya tarea dista hoy día de estar culminada y que hacia el futuro enfrenta retos no solo inmensos, sino de una naturaleza muy diferente a la de aquellos con los que ha lidiado en el pasado, como veremos a continuación.
El lograr un claro deslinde entre Estado e Iglesia debe entenderse sólo como el primero y más elemental de los varios objetivos de un verdadero pensamiento laicista. Consecuencia del mismo puede considerarse el garantizar la plena igualdad ante la ley de todos los cultos, confesiones religiosas e iglesias, materia en la que, contrario a lo que usualmente se cree, no puede el Estado permanecer neutral o impasible, sino que debe convertirse, de manera activa, en factor imparcial de equilibrio y orden, evitando que so pretexto de la diversidad, se degenere en caos o en confrontación.
Una de las más delicadas acciones en pro del equilibrio quizá sea la referente a la educación. Si bien es no solo deseable, sino socialmente sano que la educación estatal sea laica, respetando las directrices generales establecidas por el Ministerio respectivo, ello no debe ir en perjuicio del derecho que tienen los padres de impartir a sus hijos la educación que en el terreno de lo religioso estimen la más conveniente. . No hacerlo de esa manera sería caer en el otro extremo, imponiendo nocivas restricciones a la verdadera libertad de conciencia que busca el laicismo. Como la sociedad profana está formada tanto por creyentes de diversos credos como por ateos, es lógico exigir que el Estado se abstenga de invertir un solo centavo en instrucción religiosa, porque siendo la religión un asunto de conciencia y de creencias, la responsabilidad de esta área debe quedar en mano de las diversas confesiones religiosas, de manera particular.
Lo mismo pudiera decirse, por ejemplo, de las normas en materia de funerales. Si bien el Estado debe garantizar el derecho a funerales no religiosos, es necesario que al tiempo garantice la preferencia que alguna parte de su población tenga por los ritos de su libre escogencia, siempre que se desarrollen con el debido respeto para con los demás ciudadanos.
Punto quizá ya superado, en mayor o menor grado desde luego, lo constituyen todas aquellas actividades de la vida ciudadana que, en algún momento, han querido ser monopolizadas por la Iglesia y que, dentro de la modernidad estatal, en buena hora han quedado bajo control exclusivo de la autoridad civil. Ejemplos de esto los encontramos en el registro civil de todo ciudadano, el cual nadie concibe hoy día que sea reemplazado por una partida de bautismo; lo mismo en las certificaciones matrimoniales, en los permisos o trámites para legalizar un divorcio, en los permisos para efectuar la velación, la inhumación o la exhumación de los cadáveres y tantos casos más.
Ni qué decir del derecho soberano del pueblo para reglamentar aspectos como el control natal incluyendo la “píldora del día siguiente”, el aborto, el control del VIH y otras enfermedades de transmisión sexual, la no discriminación entre hijos legítimos y extra matrimoniales, el reconocimiento de los derechos de las compañeras permanentes, la universalidad de los impuestos y tasas a la propiedad y al ingreso, sin el privilegio de exenciones para la clerecía, etc.
Pero hay otros temas que hoy en día son materia de enconados debates en diferentes países y que tienen que ver con la ética de los umbrales del inicio de la vida. Ante el desarrollo de la ciencia y la tecnología, surgen nuevos horizontes, nuevas fronteras que a su vez serán rebasadas indefectiblemente en un momento dado, enfrentándonos de manera permanente y en sucesivas oleadas, a disyuntivas que tendrán que ser resueltas no a la luz de las doctrinas confesionales, sino bajo el análisis de una conciencia comunitaria y humanista, libre de prejuicios o condicionamientos de cualquier tipo.
Tales fronteras que tienen por finalidad la eugenesia, se rebasaron ya en temas como el trasplante de órganos, el uso de células madre y la fecundación in vitro, mientras parecen estar apenas transitando esa etapa, la clonación, la biotecnología, la biología molecular, la fármacogenética, la manipulación genética, la decisión de permitir el “nacer natural” o forzar el “nacer perfecto”. Y en relación con el final de la vida, aún falta mucho camino por recorrer en temas como la preservación en frío y la eutanasia. Y esto, por solo circunscribirnos al campo de la vida y la salud humanas.
En este vasto campo, el hombre de estos tiempos deberá decidir, por ejemplo, sobre la normativa ética y jurídica de los avances de la ingeniería genética y aún sobre la exploración y manipulación del pensamiento humano. Otro tanto quizá está por hacerse en el campo de la preservación del medio ambiente o, más precisamente, en la preservación de la Vida en este planeta. Deberá confrontarse a sí mismo y al entorno social en que se desempeña, para definirse de manera equilibrada, sin claudicar ante el afán de gloria de los nuevos profesionales de las diversas disciplinas, pero sin quedarse atado a los atavismos y temores que tienden a impedir el desarrollo sostenible de la humanidad.
Lo que hasta ahora hemos planteado en este corto recorrido, es decir, lo que comenzó hace ya varios siglos como la simple separación de Estado e Iglesia, ha avanzado de manera quizá algo desordenada pero consistente, hacia la intervención directa en estados superiores del individuo.
Ya no solo hablamos de la educación laica, o de los derechos de los hijos tenidos dentro y fuera del matrimonio, por ejemplo, sino que nos adentramos, bajo la misma bandera del laicismo, en la definición de parámetros que aseguren al hombre un mejor vivir, concentrándose en esta vida, única y definitivamente corta, que le ha sido concedida. He aquí una clara coincidencia de laicismo y humanismo.
Los retos del laicismo, decíamos antes, serán múltiples y diferentes en el futuro. Si bien hasta ahora se había concentrado la lucha en emancipar al Estado del tutelaje de la Iglesia, deberá garantizarse igualmente que jamás quede ésta bajo el tutelaje de aquél, porque siempre que un gobierno logre manipular el sentimiento religioso de sus ciudadanos, como sucedió en la Rusia soviética, caminará indefectiblemente hacia el absolutismo apoyándose en el fanatismo exacerbado de las masas. Tan nefasto resulta lo uno como lo otro.
Bien ha definido entonces el historiador, escritor y masón chileno Sebastián Jans al laicismo como “la doctrina que defiende la independencia de las personas y de la sociedad en su conjunto, frente a la pretensión hegemónica de los dogmas”. Y, definitivamente, encontramos en su definición otra de las tareas del laicismo: combatir, además del dogmatismo confesional, toda clase de dogmatismos ideológicos o políticos.
Pero la cotidianidad continuará siendo tozuda. Un punto especialmente sensible y que conlleva a una permanente e inevitable confrontación, es el hecho de que si bien las diferentes iglesias han acatado ya en algunas latitudes la laicidad del Estado, mantienen al mismo tiempo una actitud poco tolerante y a veces francamente agresiva con respecto al laicismo.
Algunos se preguntarán por qué, cuál es la diferencia. La razón de ello, creemos intuir, reside en el hecho de que si bien las Iglesias aceptan la laicidad de las instituciones estatales como una condición para ellos preferiblemente estática, perciben por el contrario y muy claramente al pensamiento laico como una creciente toma de conciencia por parte de la sociedad, que cada vez va ejerciendo mayor control de sí misma, ejerciendo su propia y verdadera soberanía, con todo lo que este término conlleva en cuanto a la emancipación del individuo y, en últimas, de la sociedad como un todo.
Saben que el desarrollo, la evolución, cuando se hace bajo la dirección de una conciencia laica, tiende a superar tarde o temprano la normatividad confesional que ha estado imperando, desmitificando los poderes que hasta entonces hayan regido, lo cual desde luego toca en cualquier momento el poder que tradicionalmente han detentado quienes se sustentan en la dócil y maleable fe de aquellas almas que tienen como máxima aspiración alcanzar los premios del más allá.
No podemos en este punto soslayar el hecho de que el laicista, por la esencia misma de su pensamiento libre, no le tiene miedo a desenmascarar las contradicciones de muchas organizaciones eclesiásticas, circunstancia de la cual se han aprovechado algunos para usurpar las tribunas del laicismo y lanzar un discurso antirreligioso, ignorando por completo que ateísmo y laicismo son cosas bien distintas, y que laicismo no significa anticlericalismo. Por el contrario, son muchos los sinceros creyentes de diferentes confesiones que militan en las filas del laicismo, entendiéndolo como la mejor garantía para el libre ejercicio de sus creencias, sin discriminaciones ni interferencias de ningún tipo.
Un ejemplo complejo de la lucha por los valores laicos en este sentido, es la aún no resuelta puja que los países europeos occidentales vienen sosteniendo para morigerar las cada vez más desafiantes, si cabe la calificación, actitudes de los inmigrantes que profesan el Islamismo. Allí, en ese pulso, se vislumbra todo lo que de política encierra el laicismo y lo arduo que resulta sostener los avances que ha logrado. No sin razón se ha dicho que el laicismo encuentra tierras más fértiles y propicias en comunidades culturalmente homogéneas, mientras que halla mayor resistencia en cualquier ambiente multicultural. Esa misma confrontación la hemos visto recientemente en el continente australiano y, aunque desde otro ángulo, en Turquía. El trabajo, como decíamos al comienzo, dista mucho de estar terminado.
El siguiente paso que se deba dar, paralelamente a lo anterior, tal vez sea la lucha del laicismo por lograr que cada individuo, en su calidad de ciudadano, obtenga la garantía de que sus necesidades básicas de educación, salud, recreación y vejez digna, se hallen cubiertas por igual para toda la población, subvencionadas o tuteladas por el Estado, detentador del poder de dar buen uso a los tributos que recauda. Nuevamente, deberá entonces el Estado garantizar por igual la libre escogencia del ciudadano con relación a otras opciones en estos campos.
Y, lejos de concluir pero solo para no extendernos en demasía, el movimiento laicista deberá continuar apoyando sin descanso la lucha de los pueblos por emanciparse de las injustas y desequilibrantes dependencias económicas con respecto a otros poderes hegemónicos que a diario nos muestran su nociva fiereza: los terratenientes, los actores armados, los patronos sin noción de su responsabilidad social, los mercenarios de la salud y la educación, los corruptos que expolian al erario público, los tiranos de nuevo cuño y tantos otros, cada cual con características muy particulares según el medio y el momento en que se desempeñe.
Tal vez entonces, algún día y de la mano del laicismo, podamos realmente hablar de una sociedad en la que reinen los principios de libertad, igualdad y fraternidad, esos pilares de una sociedad mejor que nos son tan caros a los Hombres Libres y de Buenas Costumbres.
Referencias Bibliográficas:
Callaey, Eduardo R: “LA MASONERÍA Y SUS ORÍGENES CRISTIANOS -ORDO LAICORUM AB MONACORUM ORDINE” Editorial Kier, Buenos Aires, 2004, p. 1
Supremo Consejo Colombiano del Grado 33º: “Declaración de Principios”
Jans, Sebastián: LAICISMO, HISTORIA Y REALIDAD ACTUAL,
http://www.geocities.com/sebastianjans/sociedad4.html