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IN MEMORIAN del Dr. Jorge Juvenal Coronado Palma

El día 1ª de Enero del 2011, falleció en esta ciudad el Dr. Jorge Juvenal Coronado Palma, un Amauta de la medicina, que trabajó durante treinta años en el Hospital Antonio Lorena, conocido como el Hospital de los pobres, siempre presto a mitigar el dolor y las llagas de los sectores más humildes de población, supo entregar sus desvelos de galeno solidario y humano. Como familiar lo recordaremos por su buen humor, por su “chispa” con la que ayudaba a superar los problemas y enfrentar los avatares de la vida con mejor ánimo. Estudioso y amante del saber científico y filosófico así como de la buena literatura que compartía generosamente, con quienes teníamos aficiones similares.

Los médicos del Hospital Lorena y sus compañeros de la Universidad Andina le tributaron fervoroso homenaje póstumo y junto con familiares y amigos acompañamos sus restos a su última morada.

En su honor y a su memoria va esta narración, producto de una de nuestras largas conversaciones, que ahora comparto con los amigos.

Julio A. Gutiérrez Samanez

“EL CUSCO DE AYER”

Salimos a conversar paseando por las calles cusqueñas con mi amigo Mario Carrión y en el camino de regreso encontramos al tío Juve (*) en el portón de su casa de Arcopunco y charlamos animadamente con él; el tío es un hábil conversador que al calor del entusiasmo nos narró estampas muy sentidas de la ciudad, referidas a la época de su adolescencia y juventud en las pasadas décadas de los años 40 y 50 del pasado siglo.

Según comentó, en ese tiempo, la cantidad de jóvenes varones respecto a la de mujeres era, por lo menos, de 10 a 1, porque los colegios y universidades eran casi exclusivamente para varones. Las jóvenes, por lo general, no estudiaban y vivían con sus padres en las haciendas y pueblos aledaños, de modo tal que se producían unas relaciones sociales y culturales aberrantes y represivas; las costumbres eran totalmente diferentes a las actuales, los jóvenes se disputaban el amor de una muchacha aun sin conocerla; se quedaban horas y horas esperando en las esquinas, esperaban que la amada desconocida saliese del balcón dando alguna señal, alguna respuesta.

Las serenatas proliferaban, grupos de jóvenes que con guitarra y pisco en mano cantaban a la media noche esperando ser recibidos; cantaban cuatro o cinco canciones hasta que el balcón se abría, y salía la “suegra” o la madre de la joven del cumpleaños que agradecía e invitaba a pasar. Para el caso, el “wallpacaldo” y la cerveza ya estaban esperando y la jarana no se dejaba esperar. No faltaba el jovenzuelo que se atrevía a robarse el piano de la casa paterna trasladándolo en una camioneta hasta el lugar de la serenata.

Dicen que hasta los policías “huayruros”, muy acicalados, educados y bien uniformados, intervenían tratando de exigir el cumplimiento de la ley, para evitar que se perturbe la paz y el sueño del vecindario; pero estos se reblandecían al primer sorbo de un buen pisco “para el frio” y acababan, tocando las cucharas o el cajón, en la improvisada orquesta jaranera.

Y no hemos visto cómo se cortejaba a una dama diciéndole cortésmente:

-“¿Señorita puedo tener el honor de acompañarla?- o en la fiestas, pedir si quisiera bailar alguna pieza. En tal circunstancia la señorita podía asentir de tratarse de algún muchacho “decente” o sentirse ofendida ante el atrevimiento de algún “mocito cualquiera”, eran épocas del predominio de las castas feudales y racistas.

El amor era generalmente platónico y no faltaban muchachos que se trenzaban a golpes porque uno de ellos se había expresado mal de alguna dama considerada propia, aunque esta ni lo sabía.

-¿Qué te has enamorado de esa fulana?¡Si es una cualquiera la conozco ha estado conmigo!–

Ese atrevimiento y el honor mancillado, se pagaba acudiendo a los golpes.

La vida amorosa era reprimida y, peor aún, la vida sexual. En los colegios laicos tenían a los mejores maestros y eran más liberales, especialmente en los colegios de Ciencias y las Mercedes, donde no había monjas ni curas. En la Salle, la educación era aberrante, los curas exigían una educación castrada; para comulgar había que ayunar días enteros y no se podía tragar ni la saliva.

Un cura le sorprendía a uno con las manos en el bolsillo y le propinaba una bofetada, en todo acto se veía con malicia, alguna aberración onánica. La leyenda negra del sexo y el temor a contraer enfermedades como la sífilis, inutilizaban al jovencito.

El lenocinio era un lugar infernal y estaba abierto día y noche, había varios: uno por San Blas, otro en Tullumayo, más abajo, por Limacpampa.



Hacer el amor por vez primera era toda una aventura y la sensación culposa de haber cometido un terrible pecado. Y el joven estaba predispuesto a la fantasía masturbatoria. Con sólo ver que una joven se arreglaba las medias dejándose ver los tobillos, algún muchacho decía: “esa mujer me desea, vieron, me mostró las piernas, esta arrecha, quiere tirar conmigo”.

Arcopunco era el final de la ciudad, donde alguna vez hubo un arco de piedra; era una callejuela estrecha donde la gente miccionaba y cagaba en los rincones. Un pintor ¿Argentino o uruguayo? de apellido Osik había comentado que la gente del Cusco era gente muy culta pero incivilizada, mi padre –prosiguió narrando el tío Juve- pasaba por entre las mestizas que estaban sentadas haciendo sus necesidades y ellas sin inmutarse le saludaban quitándose el sombrero, gritando en coro: “Papay buenos días”. ¡Esa actitud es cultura! Pero lo que estaban haciendo era falta de civilización.

Era una sociedad sana –nos dice el tío Juve-, los rateros eran conocidos, habían unos Chávez de San Blas a quienes se les motejaba como los “sua Chávez” y teníamos un solo maricón: era un cholo blancón bien coqueto y andaba “calapata” (descalzo), era hijo de la dueña de una chichería de la calle Nueva Alta.

Los domingos había retreta en la plaza de armas con la banda del ejército, las familias salían a pasear por la plaza saludándose con todo respeto y cortesía: -“Sr. Juez buenos días; Sra. comadre buenas tardes; Don fulano, un placer de verlo; el placer es mío doña Eduviges-, etc.

La llegada de un gringo era todo un acontecimiento, el gringo era el típico aventurero Yanki o inglés, vestía de botas, pantalón de montar, casco de explorador y sus alforjas. Se alojaba en el único hotel del Cusco: el hotel Colón, en la calle San Juan de Dios; muy pronto hacía migas con nuestra gente y era invitado a almorzar a casa de alguna familia rica y se iba a vivir allí, se convertía en “el gringo” de la familia; con él se salía a pasear, se le acompañaba en sus viajes a las “ruinas” y se le hacía rotar de casa en casa.

-“Sr. Fulanito, préstenos a su gringo para que almuerce en nuestra casa”-, y el gringo la pasaba atendido a cuerpo de rey, de jarana en jarana y hasta dejaba preñadas a las hijitas de familia “para mejorar la raza”. Al alejarse de la ciudad era despedido por sus amigos como un gran personaje.

En esos años casi nadie conocía Lima, era algo extraordinario escuchar a alguien que se había atrevido a hacer esa travesía infernal en tren hasta Arequipa y Matarani (pues aún no había puerto en Mollendo), los barcos atracaban en altamar y había que ir hasta allí en unas pequeñas embarcaciones. Allí no más, con el movimiento de las olas gigantescas, los serranos vomitaban hasta el hígado y los riñones: todo el tostado de maíz de Urubamba y el queso de Sicuani”, luego vendrían tres días de viaje hasta el Callao. De modo que oír hablar del “cebiche” de pescado fresco, de aprender en secreto a bailar el mambo de Pérez Prado, -que estaba prohibido por la iglesia y su práctica era castigada con la excomunión-, era lo novedoso.

Los hombres vestían a lo Gardel con el cabello engominado; y como casi nadie tenía radio, la gente se dedicaba a leer las excelentes ediciones de los diarios, las revistas y libros, las mujeres tejían y bordaban y las abuelas cotorreaban los últimos chismes del vecindario, de balcón a balcón, en la estrecha calle Abracitos, sin ser interrumpidas por el ruido del tránsito de autos, ni otros ruidos molestos.

Las casas tenían un solo pilón y un solo baño, las acequias y albañales corrían por medio de las calles con un olor nauseabundo y por las mañanas las gentes salían de sus habitaciones bacinica en mano, haciendo cola para entrar al único baño: no habían duchas.

Para construir, el propietario pagaba, creo que cinco centavos, al municipio y sacaba una boleta con la autorización para retirar las piedras que quisiera de Sacsayhuamán y, Huarancca, el acarreador de las piedras, cargaba y cargaba cantidades de piezas líticas de la fortaleza depredándola, puesto que se la consideraba cantera pública. Huarancca tenía dos camiones viejos que hacían ese traslado y así hizo fortuna.

Ahora todo es moderno, pero entre edificios y chalets, todavía están en pie esas viejas casonas, guardando recuerdos e historias de esta vieja y milenaria ciudad, donde hemos nacido. Muchachos, es vuestro deber el preservarla y no dejar que la modernidad la destruya totalmente.

Nos despedimos del tío, cuando ya atardecía y el crepúsculo bañaba la ciudad con un resplandor dorado y triste entre el ensordecedor ruido del tránsito de Limacpampa, sorteando las embestidas de los autos, nos alejamos llevando en el recuerdo el Cusco antiguo que nunca volveremos a ver.

Era el 13 de marzo del año 1993.

(*)(Jorge Juvenal Coronado Palma, quien es hermano de la mamá de mi esposa Anita).

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