ORÍGENES PSICOLÓGICOS DE LA LEYENDA DEL TERCER GRADO
En lenguaje masónico, quien dice grado dice ritual. Nada impide asignar orígenes distintos, si da lugar a ello, a la calificación de grado, a su transformación en grado de iniciación y a las ceremonias que componen su ritual. La iniciación al tercer grado sigue por un verdadero drama, en el que hay dos puntos a considerar por separado: el nombre del protagonista y las aventuras que se le suponen.
La mayoría de los historiadores masónicos se han limitado hasta hoy día a buscar los síntomas o antecedentes de la leyenda de Hiram en las historias religiosas de la antigüedad. Yo desearía dar un paso más y dirigirme, con el mismo fin, a esas capas profundas de la humanidad que se han calificado, y no sin razón, de primitivas, porque en ellas se descubre, en estado naciente y tosco, los factores que, entre los pueblos llegados a la civilización, caracterizan el desarrollo de las religiones y las filosofías.
Quiero referirme a los no civilizados que representan, hasta cierto punto, si no la condición primitiva de la sociedad, sí al menos un estado psicológico por el que toda la humanidad ha pasado en una etapa dada de su evolución.
En todas las regiones del mundo, las poblaciones no civilizadas celebran verdaderos misterios a los que sólo se es admitido por vías de iniciación. Casi siempre, contienen escenas ensayadas que representan aventuras en el país de las almas. El elemento dramático más frecuente lo proporciona la simulación de una muerte, seguida de una resurrección.
A veces, el pasaje de la muerte queda figurado por una tumba; en otras, por un descenso al país de las sombras, a lo que sigue el retorno a la tierra o la admisión en el país de los dioses. En Australia, en Nueva Gales del Sur, cuando los jóvenes, en la edad de la pubertad sufren la iniciación viril, los hacen coger por un personaje disfrazado que los rapta y finge matarlos, tras lo cual les devuelve la vida quitándoles un diente.
A lo largo del río Darling, esta iniciación comporta la siguiente iniciación: un anciano se tumba en el suelo, teniendo en la mano una rama verdeante (se ignora si es una rama de acacia). Se le recubre ligeramente con tierra, de manera que la rama sólo sobresalga del montículo, y luego planta allí otras ramas. Los neófitos lo rodean en círculo, y a los acentos de un canto mágico, el enterrado agita su rama y acaba por levantarse.
Esta ceremonia, bueno será subrayarlo, data de una época anterior a la introducción del cristianismo y, con mayor razón, de la Francmasonería en el continente australiano. En el archipiélago de las islas Fidji se conduce a los jóvenes delante de una fila de individuos tumbados también en la tierra, simulando ser cadáveres, cubiertos de sangre y tripas de cerdo.
A un grito lanzado por el sacerdote, esos comparsas se incorporan, se sacuden y corren a lavarse al río próximo.
Pasemos a África: en ciertas regiones del Congo, los jóvenes fingen caer muertos y son transportados a un retiro misterioso, en el corazón de la selva, donde pasan varios meses, a veces años, para después regresar a sus domicilios, Pero han de fingir haber olvidado todo lo relativo a su vida anterior, incluyendo la lengua materna y la costumbre de alimentarse por sí mismos.
Las mismas particularidades se han observado entre los Piel Roja de Virginia y los indígenas de Nueva Guinea. Entre estos últimos, se obliga a los neófitos a introducirse en la boca de un monstruo fabricado a semejanza de un casuario o un cocodrilo. Entonces se dice que el espíritu se los ha tragado y, en tanto las madres se entregan a lamentaciones fúnebres, se conduce a los pacientes con los ojos vendados a una choza oscura, donde los sacerdotes, al tiempo que ejecutan una alegre cencerrada, fingen cortarles la cabeza.
Al cabo de ocho o nueve días se les comunica los secretos mágicos de la asociación, así como las tradiciones de la tribu; se les hace prometer que guardarán silencio acerca de todo lo visto y oído, y finalmente se les devuelve a sus familiares, Pero también han de simular haber olvidado todo lo referente a su vida pasada, y tener que aprenderlo todo nuevamente, "como si se hubiesen convertido en niños pequeños".
En suma, han de iniciar una nueva vida. De este modo, el muerto que resucita se halla en contradicción con todos los antecedentes de la biología, sin embargo, es asimismo un gesto humano, por su frecuencia, y a tal título, se le puede buscar una explicación psicológica de carácter general.
Esta explicación nos la proporcionará la etnografía comparada, haciendo destacar el considerable papel que desempeña en los pueblos incultos la magia simpática. Esta se apoya en la idea de que simulando o prefigurando un suceso, se asegura la realización del mismo. Por eso tienen lugar las escenas representadas que abundan en los cultos primitivos y que se mantienen en los otros bajo la forma de ritos metafísicos o de danzas religiosas.
Así, el salvaje ve en el alma, o más bien en el doble, ese ser que vive en él y que, bajo ciertas circunstancias, puede salir del mismo, el origen de todas sus facultades y todos sus movimientos. No hay deseo más ardiente que el de proteger a su alma contra todo deterioro, toda asechanza: de aumentar las capacidades; incluso de cambiarla por otra alma más fuerte o mejor dotada, tan superior a su alma actual como ésta es superior al alma del niño o del animal.
El adolescente no puede gozar de las facultades y privilegios del adulto más que si se le hace sufrir una transformación interior, dándole un alma nueva. Tales, incontestablemente, la explicación de unas ceremonias tan extrañas, y no obstante, tan semejantes unas a otras, que ya he descrito antes.
En todas partes, la iniciación, o sea, la admisión a una vida superior se considera como un segundo nacimiento, una regeneración en toda la extensión del término.
"Morir es ser iniciado", decía Plutarco, jugando con las palabras: teleutan = teletsthai. Recíprocamente, podría decirse con más razón: ser iniciado es morir... para renacer.