Una muletilla bastante empleada en esta nuestra antigua y venerable cofradía es la referida a “los usos y costumbres“, término vago donde los haya con el que algunos de nuestros miembros se refieren a cuestiones variadas, nunca escritas y que nadie suele recordar cual es su origen o como llegaron a instalarse en el subconsciente colectivo. En ocasiones ni siquiera es posible determinar si tales usos y costumbres están más allá del propio imaginario de quien las esgrime como argumento.
Probablemente todo tenga su nacimiento en una “leyenda” que habla de trasmisión oral, algo que seguramente fuese habitual entre los masones operativos pero que dificilmente se sostiene si hablamos de los especulativos, como primera y principal fuente de la que se bebía en las logias.
La verdad es que resulta difícil aceptar tal premisa si nos atenemos a la ingente cantidad de rituales de los que se dispone desde los propios inicios de la masonería especulativa, e incluso a las pormenorizadas cartas de deberes y obligaciones que se especifican en algunos de los más antiguos documentos masónicos que se conservan y que en su mayoría tienen su origen y uso en la masonería oerativa. Bien es cierto que algunos, con harta osadía en mi opinión, llegan a incluir entre ellos hasta los Landmarks de Mackey de 1858, fecha que onviamente les resta cualquier propiedad de “antiguos” incluso vistos desde el siglo XXI.
Lo cierto es que los usos y costumbres suelen ser más un asidero para quien carece de argumentos, y trata de imponer su criterio sobre alguna cuestión, que algo realmente tangible y que pueda ser tomado en consideración en unos tiempos en los que todo aquello que puede, y debe ser tenido en cuenta en masonería se encuentra perfectamente estructurado y documentado en Constituciones, rituales y reglamentos, para el mejor y más conveniente proceder en logia.
Si hablar de los usos y costumbres de una logia suele ser peligroso qué decir de los que se refieren a una Obediencia con, en algunos casos, cercana ya a los trescientos años de existencia. Parece pues que lo prudente será dejar a un lado todo aquello que nos gustaría incorporar a nuestros talleres pero que poco o nada tienen que ver con la esencia, la filosofía del rito, la idiosincrasia del taller que nos acoge o la de la propia Orden en la que nos incardinamos.
Busquemos en los viejos archivos, o en los rituales, argumentos en los que sustentar nuestros deseos de introducir cambios y olvidemos la muletilla porque lo que no esté escrito no puede servir como basamento, la memoria es frágil y la colectiva aún más y tiende a asumir aquello que se dicen es “costumbre” aunque nadie sea capaz de asegurar desde cuando o porqué.
JOSE CORZO