El Monacato
Proteger a una mujer, hacerla madre y ayudarla a educar a sus hijos, tal ha sido siempre la misión del macho. Sustraerse voluntariamente de ella, sin excusa válida, es una cobardía, por no decir un sacrilegio contra la naturaleza y la humanidad.
Sin embargo, el celibato no es vituperable cuando las circunstancias lo imponen y cuando, lejos de ser buscado, es soportado como una ineludible calamidad. Las asociaciones de celibatarios no tendrían, pues, en principio, nada de reprensible, si, en su jactancia no pregonasen la pretensión de haber escogido la mejor parte.
A cualquiera religión que pertenezca el místico cae en un grosero error cuando, bajo pretexto de santificarse, rehúye deliberadamente las cargas y las responsabilidades de la paternidad. Para consagrarse a Dios debía fijarse una edad canónica.
Más, sigamos. Siendo sanamente laicos, los Hijos de la Viuda ven en la Naturaleza su madre y le obedecen dócilmente. No son ellos los que, temiendo la contaminación de un mundo corrompido, se apartan de él por el interés de su pureza moral.
Como fermentos transformadores, comparten con ellos todas las miserias de sus conciudadanos a quienes aspiran a moralizar con su ejemplo.
Semejante tarea no podría terminarse sin un potente socorro de energía psíquica. Los Franc-Masones lo sienten, y, si en medio de los combates que tienen que sostener, su firmeza no se desmiente jamás, es porque saben de dónde sacar la fuerza moral de que tienen necesidad.
Su Logia es un asilo de calma y de serenidad, donde la agitación de afuera no tiene ninguna repercusión. Los H\ H\ ponen ahí en común sus aspiraciones generosas y su inquebrantable voluntad de realizar el mayor bien en el mayor número. Así se constituye un hogar de ideal y actividad benéfica: el adepto se retempla ahí periódicamente, y ahí está el gran secreto de su potencia, de acción regeneradora.
Indudablemente nada debería, a este respecto, presentar más analogía con una Logia que un monasterio. En realidad el espíritu que anima a los religiosos tiende a esterilizar sus empresas. Con medios incomparablemente superiores a los de los Franc-Masones, ¿A qué fines han llegado?.
Preocupados de su propia salvación y de la prosperidad de su orden, no saben consagrarse, como artistas desinteresados, a la Gran Obra del perfeccionamiento del mundo. Pequeñas ambiciones místicas, el deseo de asegurarse su eternidad, les impide trabajar, sin codiciosa segunda intención, en realizar el plan del Gran Arquitecto del Universo.
Hay más de verdadera religión en el corazón del masón, pretendido ateo, que en el cerebro del asceta que se macera especulando sobre las delicias de la vida futura. No es menos cierto que los conventos han prestado servicios. Cuando la antorcha de la civilización greco-romana amenazaba extinguirse, monjes sabios salvaron de la destrucción los manuscritos antiguos.
Los Benedictinos prepararon también el Renacimiento.
Grandes edificadores, ellos han debido contribuir ampliamente, por otra parte, a la instrucción técnica y simbólica de las cofradías arquitectónicas, de donde deriva directamente la organización de los Franc-Masones de la Edad Media.
Éstos habrían podido obtener también algunos secretos de los Templarios; pero nada en el simbolismo masónico antiguo y auténtico, revela esta procedencia. No es preciso, pues, tomar en cuenta la leyenda que hace de Santiago Molay el fundador de la Franc-Masonería. Ésa no es sino una novela sin sombra de base histórica, editada hacia mediados del siglo XVIII por inventores de nuevos grados pretendidos masónicos.
Una última palabra sobre los monjes, cuyo edificio ocupa la Gran Logia de Francia en París, calle Puteaux Nº 8. Éstos eran Franciscanos de la devoción de San Antonio de Padua, que tiene por especialidad hacer aparecer los objetos perdidos.
Estos RR. PP., tuvieron la ingeniosa idea de llamar al público a beneficiarse con sus buenos oficios. Instalaron en todas las iglesias un buzón para cartas y una alcancía, para recibir, el primero las peticiones escritas solicitando una gracia, y la otra las ofrendas consagradas a la obra particular del pan de San Antonio.
Centralizadas en la calle Puteaux, las peticiones eran leídas en público cada semana, a fin de que los fieles pudiesen acordarles el apoyo de sus plegarias. Pero los monjes contaban sobre todo con sus propias encantaciones: en el silencio de la noche se reunían en un oratorio especial para conjurar a San Antonio para satisfacer a su clientela.
Ayudados por su fervor, se producía, Dios sabe qué telepatía. El hecho es que todos los objetos perdidos fueron encontrados, si no en su totalidad, al menos en cantidad suficiente para motivar los ex-votos que poco a poco tapizaron de mármol todas las partes del santuario de San Antonio.
En pleno París escéptico de fines del siglo XIX, la industria religiosa de los Franciscanos obtuvo todo éxito; ganaron con qué pagar el inmueble que habían hecho edificar y, subviviendo a las expensas de su comunidad, pudieron alimentar diariamente a numerosos pobres, beneficiarios del pan de San Antonio.
¿Qué deducir de estos hechos?.
Desde luego que el Arte sacerdotal, hábil en sacar partido de las creencias y de ciertas influencias psíquicas todavía mal definidas, continúa siendo practicado magistralmente. En seguida, que todo está lejos de ser dilucidado, porque el éxito de la empresa de los Franciscanos establece un problema de metapsicología que corresponde a los iniciados tomar muy sinceramente en consideración.
Manual de Instrucción Iniciática para el uso de los Francmasones del Tercer Grado
Oswald Wirth 1894