Empecemos por los fundamentos: cualquier reflexión sobre políticas de diálogo interreligioso en Europa debe comenzar por la raíz de la democracia: el reconocimiento mutuo entre ciudadanos.
Lo que significa la aceptación común de derechos y deberes, de normas generales de convivencia, del imperativo de la ley elaborada, votada y aplicada democráticamente. Y de algo quizás menos establecido textualmente en las instituciones pero sin lo cual los valores democráticos no se hacen realidad: el espíritu y la práctica de la tolerancia, expresión del reconocimiento mutuo que hemos mencionado; la voluntad de afrontar y superar el conflicto mediante el diálogo; la disposición a reconocer que no toda la razón se halla en una sola de las partes y que no toda la verdad está contenida en una idea, un grupo humano, una profesión de fe religiosa, filosófica, política, ideológica. En mi opinión, la base común sobre la que hay que situar tanto el diálogo interreligioso como la lucha contra el radicalismo y el fundamentalismo religiosos es la laicidad.
La laicidad del estado pero también la laicidad de la sociedad. La idea de laicidad va más allá de la mera separación entre el estado y la iglesia: se trata de que el conjunto de la sociedad haga suyo el valor del pluralismo; pluralismo religioso, pero sobre todo pluralismo en los distintos modos de concebir la convivencia social e incluso la misma vida. Y un pluralismo que circula en ambas direcciones: la separación entre el estado y la iglesia histórica en Europa no debería dejar un espacio para que se produjeran ulteriores colusiones, de menor o mayor entidad, entre la institución fundamental de las naciones y nuevas organizaciones confesionales que reclamen para sí privilegios, tratos de favor o exenciones en cuestiones centrales de la vida plural.
La laicidad de la sociedad democrática ha de garantizar a todos los ciudadanos que sus respectivas creencias y prácticas religiosas serán no sólo respetadas sino garantizadas. Al mismo tiempo, ha de asegurar a los ciudadanos que profesan otras fes o que no profesan ninguna que esas opciones gozan de la misma dignidad que cualesquiera otras. Y ha de garantizar al conjunto de la ciudadanía que ninguna fe gozará de trato preferente alguno, total o parcial. El lema “libertad, igualdad, fraternidad”, tan caro a los francmasones, halla su aplicación en este sentido mediante este principio de equidad. A partir de esta base de respeto mutuo y de trato igualitario hay que establecer políticas tendentes a la educación democrática de los ciudadanos y de la promoción de los valores y las prácticas del pluralismo. Esa tarea de educación democrática debe dirigirse en dos direcciones: partir del reconocimiento mutuo para asegurar la igualdad en el pluralismo; exigir en el marco de ese reconocimiento mutuo que todos los grupos sociales sin excepción garanticen la igualdad y el pluralismo practicándolos en su mismo seno. Y creo que muy a menudo se ha incurrido en un desequilibrio peligroso a partir de una buena intención. Me refiero a cierta cultura de lo políticamente correcto que ha incurrido en algunos errores. El primero, no llamar las cosas por su nombre, creyendo que cambiar las palabras basta por sí solo para cambiar las realidades. El segundo, esconder o negar problemas que existen en la realidad, que son ineludibles y que no pueden dejar de ser afrontados sin que surjan graves perjuicios.
Es necesario que quienes se sientan fuertemente identificados con una religión tengan bien claro que las conquistas que la democracia europea ha hecho en cuanto a derechos de la mujer, su promoción hacia la igualdad en todos los planos sociales, su presencia en las instituciones y su papel en cargos dirigentes y de alta responsabilidad son un logro irrenunciable que no admite ni un paso atrás. Y es asimismo necesario que esas personas sean conscientes de que esa igualdad es aplicable a su comunidad y a sus familias, que esos derechos son susceptibles de ser reclamados por las mujeres pertenecientes a sus grupos sociales y que la democracia europea no va a permitir que existan lagunas de aplicación de ese imperativo igualitario.
El tercer error es el trato paternalista a los inmigrantes, por su condición de trabajadores provenientes de países más pobres. Los europeos tenemos una propuesta ciertamente fuerte que hacer a quienes se aproximan al espacio de nuestra democracia: somos una sociedad cuya vocación es la integración y no la exclusión; estamos en condiciones de garantizar seguridad para aspirar a la prosperidad; hemos demostrado que somos capaces de superar la guerra como destino, la exclusión mutua como norma y el exterminio del otro como resultado; nuestra cultura en la práctica ha hecho de un continente que no conocía la paz desde la expansión bélica del imperio romano un espacio en el que la ausencia de guerra ha devenido norma y que esa norma es fruto de la evolución hacia el pluralismo mediante la tolerancia. En la presente situación necesitamos dos cosas: prevención y educación. Prevención del extremismo mediante la vigilancia policial y social. Digo social porque no se trata de dejar que sea la fuerza pública quien se las componga con una tarea harto ardua, porque quizás es hora de que los ciudadanos en general se den cuenta de que la seguridad no se compra con dinero. Educación en los valores, la práctica y la exigencia de la democracia. Digo la exigencia, además de los valores, y por supuesto la práctica. La represión policial del terrorismo no va a hacer retroceder, sin más, el potencial destructivo del radicalismo y el fundamentalismo.
Es necesario que se produzca un aislamiento de esos grupos en el seno de sus propias comunidades. Y para ello estos ciudadanos han de percibir que la promesa de prosperidad, seguridad e igualdad de la democracia europea es real y su realización está a su alcance. Las políticas de recorte en los servicios sociales, en los derechos de los trabajadores, de abaratamiento del mercado de trabajo, esconden un peligroso potencial que va más allá de sus repercusiones socioeconómicas inmediatas: amplía y profundiza el caldo de cultivo del descontento, del irredentismo, de la sensación de autoexclusión y del rechazo del orden social de la democracia europea. Quienes impulsan estas políticas y quienes las condonan deben ser conscientes de que su responsabilidad se extiende también a esta grave cuestión. Esta es nuestra posición: democracia como reconocimiento mutuo y por tanto imperio del pluralismo; laicidad como forma de garantía de la libertad y la igualdad; igualdad absoluta de la mujer a todos los niveles como signo demostrativo de esa libertad e igualdad; diálogo y no exclusión como modo de superar diferencias y conflictos; régimen de libertades y sociedad abierta como punto de no retorno; ausencia de zonas de exclusión o de tolerancia por lo que respecta a libertad, igualdad y derechos; educación general y universal en derechos humanos y cultura democrática; políticas públicas propias del estado del bienestar; justicia social y económica; dignidad de la condición laboral; prevención y vigilancia antiterrorista; educación en los valores y las prácticas democráticas más allá de los formalismos burocráticos y alibis lingüísticos; implicación de todos los ciudadanos en la convivencia plural y universal; aceptación del pluralismo y el multiculturalismo y rechazo del comunitarismo. Pero todo esto no puede ser llevado a cabo si no partimos de un convencimiento fundamental: Europa es una buena idea. Es una idea que vale la pena. Es una excepción histórica que merece una oportunidad. Lo diré de manera rotunda: la unión europea es una utopía realizable, es la utopía que nuestra generación tiene al alcance de la mano. En medio de las dificultades actuales y a la vista de los distintos puntos de tensión en el planeta, existe el riesgo de dar pasos atrás en la realización de nuestra utopía. El mayor riesgo es creerla débil. Pero no hay nada más fuerte que una idea cuyo momento ha llegado. Debemos convocar a quienes llegan en busca de seguridad, libertad, igualdad y prosperidad, a quienes ya entre nosotros se encuentran quizás confusos ante las dimensiones de la vida en la sociedad compleja, a sumarse a esta idea fuerza.
No a aproximarse tímida y fragmentariamente a políticas parciales que son meros parches, no a diálogos de sordos basados en eufemismos: convocarlos a la construcción de una utopía realizable que vale la pena. Solamente esa convocatoria puede superar el atractivo de otras ideas no menos fuertes que aspiran a fascinar con una visión totalizante y totalitaria del mundo. Tenemos un logro histórico que defender, unos valores que exhibir y una utopía realizable que proponer como futuro deseable.Porque si no tenemos la imaginación y el coraje para hacer esta propuesta con habilidad y contundencia es que no merecemos esa utopía. Y será el turno de otros, que convocarán para ir a lugares donde ya hemos estado y a los que no queremos regresar.
Nieves Bayo Gallego
Gran Maestra de la Gran Logia Simbólica Española